martes, 26 de diciembre de 2017

Adiós muchachos compañeros de mi vida

A las 18:30 debemos salir al aeropuerto, nos vamos a Argentina a pasar unas semanas con la familia transoceánica. Llevamos planeando este viaje semanas, meses. Hasta hace dos días no nos dimos cuenta de que el tiempo de tránsito que tenemos en Charles de Gaulle entre el vuelo que nos lleva de Montpellier y el que va a Buenos Aires es de una hora escasa. Ese aeropuerto es una ciudad, con sus trenes internos entre terminales... dice la leyenda que hay almas que moran por sus pasillos buscando su conexión a Sao Paulo. Yo le digo a Paula muy convencido que sí, claro, que nos van a esperar. Cómo no nos van a esperar. Ejem.

Nos queda un rato para salir y a mí me da por ponerme a escribir ahora, porque el vuelo sale a las 20:45 y llevo mirando el reloj todo el día, esperando el momento de marcharnos. Y el momento no llega, y el reloj no avanza y ya no sé qué hacer, después de tres crucigramas blancos de Mambrino y de comprobar seis veces que sí, que llevamos un boli y unos calzones para Santiago por si las moscas. He repasado varias veces la lista de cosas por hacer antes de salir y no cambia; lo único que falta es tirar la basura y quitar la luz. Escribo desde el salón que tiene ya todas las persianas bajadas. Las maletas llevan horas en el coche.  Los vuelos por la noche deberían estar prohibidos para los ansiosos como yo.

A las 17:08 Almudena ha vomitado toda la leche que había tomado junto con el paracetamol que le habíamos dado para que se sintiera mejor. Porque mi pequeña, que hasta hoy ha demostrado ser una roca, ha decidido ponerse enferma. Por primera vez en su vida. 37.2, 37.7, esta mañana 38.2. En un acuerdo tácito hemos decidido no medir la temperatura de nuevo. Ella tose como si se hubiese fumado tres cajas de Ducados. Recuerdo cuánto he criticado a mi madre por mandarnos al colegio con fiebre. Se queda en modo principiante. Esta súbita enfermedad era algo que cualquier padre sabe que va a ocurrir. Nada sorprendente, todo en orden. Que Dios bendiga a quien nos toque al lado en el avión.

Paula ha entrado en modo viaje, para ser más exactos, en modo viaje a Argentina. Se pone así como seria como triste, con cara y tono de no me hables. Santiago y yo, que somos insensibles a los mensajes subliminales femeninos hablamos y preguntamos sinsentidos. El volcán islandés aquél que paralizó Europa se queda en un mecherito al lado de esta mujer cuando responde. Sé bien que cuando pise su tierra y vea a su gente le volverá la alegría. A ratos, claro. Hasta entonces, que no se nos ponga por delante nadie en Charles de Gaulle porque puede salir malherido. Metro y medio de pantera es mi señora cuando tiene prisa.

Santiago es el único por el momento que mantiene el tipo y la alegría ante el viaje. Sabe muy bien que va a montar en un avión grande y después en uno MUY grande. Me acaba de decir mientras le bañaba que el avión debe ser muy fuerte para saltar el mar. Está un poco ansioso y tampoco sabe qué hacer para pasar el tiempo, está jugando con los 35, porque son 35, coches que le trajo Papá Noël. Ha hecho un atasco gigante que recoge en este instante. Es la tercera vez que lo hace hoy. Al menos parece que finalmente ha decidido que su equipaje de mano van a ser dos jirafas y un libro. La excavadora se queda en casa. Que no crezca jamás.

Y en fin, que tenía la esperanza de comerle una hora al reloj escribiendo lo primero que se viniera a la mente pero no le he comido ni media. Y ya no sé muy bien de qué hablar aparte de que me esperan 38 grados a la sombra y medio cordero y un lechón como menú de bienvenida. Y mucho cariño y poco reposo. Que descansen los débiles.

Quedan 40 minutos para salir y ya no resisto más. Ha llegado el momento de tirar la basura. Era mi última esperanza para que el tiempo pasara pero ya no puedo más. No sé cuánto aguantaré antes de quitar la luz. Almudena llora de nuevo. Hermoso panorama. Nos vamos a Sinquina (Argentina en santiaguil). Hasta el año que viene, queridos.

Nota post-entrada: El vuelo que nos tenía que llevar de Montpellier a París fue retrasado inicialmente y finalmente cancelado. Al final voy a tener que empezar a creer en premoniciones. Escribo de nuevo desde casa, volaremos hoy vía Amsterdam. Recomenzamos la marcha atrás; lo bueno es que estamos generando basura de nuevo y dentro de un rato tendré algo para hacer.


sábado, 16 de diciembre de 2017

La emigración

Todos los vehículos pasan un control policial cuando salen del ferry que les ha llevado desde Irlanda hasta Francia. Es mi deber como contribuyente del estado francés denunciar que dicho control es algo inútil. Hace más o menos tres años, cuando nos pararon allí, el agente que nos atendió se encontró con el siguiente panorama: Un Toyota Auris de tres puertas en el que iban el conductor (servidor) y en el asiento de pasajeros una hermosa joven (mi señora) con su bebé de dos meses en brazos (Santiago). Hasta ahí nada raro. El caso es que entre Paula y yo, en lo que se supone que debería ser un reposabrazos, había una maleta que hacía bastante complicado el cambio de marchas. A los pies de Paula había dos bolsas y entre ella y su ventanilla había algún otro bulto, vete tú a saber qué. Indudablemente, el mate también andaba por ahí danzando. En los asientos traseros podía haber un par de toneladas métricas de equipaje que evidentemente impedían la visión por el retrovisor. Nunca he sido muy habilidoso en cuestiones de ingeniería, pero me las arreglé para que en medio de esa masa informe de trastos quedase un hueco para poder tumbar a Santiago de cuando en cuando. Ni que decir tiene que jamás le metimos ahí. Pese a estar violando simultáneamente varias leyes de circulación vial, nos dejaron pasar sin mayor problema. 

"Usted sabe que no puede circular así" me dijo el gendarme al devolverme los documentos con cara de estás fatal de lo tuyo. Claro que no, nos vamos a parar ahí delante para organizarlo todo, le dije con mi tono más convincente. Recogí nuestros pasaportes y salí volando. Efectivamente, nos paramos ahí adelante; concretamente unos 800 kilómetros adelante, después de cruzar Francia entera. Antes de arrancar, tuve la tentación de decirle que no debía preocuparse por Santiago, que había un huequito para él en los asientos de atrás entre tres maletas y debajo de una caja, bien protegidito, que no estábamos tan locos para circular con él en brazos. Por fortuna, callé. No imagino qué habría pasado si ese buen francés nos hubiese hecho reorganizar nuestro equipaje delante de él. Cuando se abría el maletero salía disparado un paquete con una alfombra en la que juega hoy Almudena. Y cuando digo disparado, es disparado. Ese coche era un agujero negro móvil, jamás hubo tanta acumulación de materia en movimiento. 

Lo peor de todo es que no llevábamos todo lo que queríamos. Empaquetando nuestras cosas, llenamos un montón de cajas para que fueran transportadas desde nuestra casa en Dublín hasta mi trabajo en Montpellier. Del transporte se encargó un contacto que me consiguió un conocido. Solo tuve que llamarle y al día siguiente, previa transferencia de muchísimo menos dinero de lo que me cobraba cualquier otra empresa, se presentó en mi casa un irlandés en gabardina que actuaba de un modo muy irlandés. Como tal, hablaba exclusivamente del tiempo, que era muy frío y muy lluvioso, como desde el día en que nació. Vino este hombre con un camión vacío conducido por un compañero que no abrió la boca. Le garabateé la dirección de entrega en Francia y se despidió con una sonrisa muy irlandesa y todas mis pertenencias en esta vida. Muy responsable por mi parte. Afortunadamente, las cajas aparecieron exactamente el día que habíamos acordado. Lo dicho, por redundar, todo muy irlandés. En fin, que me pierdo, haciendo mis estimaciones mientras llenábamos las cajas calculé la cantidad de equipaje que cabría en el Auris para hacer un viaje confortable. Como ya he dicho, lo mío no es la ingeniería. Antes de salir hacia el ferry dejamos en el portal de Edu y Gracia en Dublín un aloe vera elegantísimo en una maceta gigante, un balancín de Santiago, un bote de Cola-Cao y otros 57 objetos que me pregunto dónde tenía pensado meter.

Antes de llegar al puesto fronterizo con Francia el viaje no había sido fácil. El ferry salió con unas cuantas horas de retraso porque el mar estaba muy picado. La espera la pasamos tan dignamente como pudimos, con un frío de mil demonios, entre la calefacción del coche y un edificio del puerto en el que no había el menor entretenimiento. La última foto que nos tomamos en Irlanda es en el interior ese edificio, haciendo tiempo. En dicha foto, un extraño montaje a nuestras espaldas muestra a la ola de Hokusai engullendo a una familia de bañistas que está construyendo la Sagrada Familia en la playa. Conmovedora imagen, y muy adecuada cuando uno se dispone a cruzar el Canal de la Mancha. 


Las noticias del estado del mar tuvieron un efecto fatal sobre mi estado de ánimo. Llevaba yo tiempo amedrentado ante la travesía después de la experiencia de mi hermana, que había hecho el mismo trayecto un tiempo antes. Ella y todos sus hijos se pasaron vomitando toda la noche. "Reza para que el mar esté tranquilo", me dijo unas cuantas veces. Obviamente, al entrar en el barco estaba aterrorizado; hasta que pusimos pie en tierra estuve analizando mis movimientos intestinales esperando la inevitable náusea que nunca apareció. No solo eso, estaba convencido de que en cualquier momento Santiago echaría un chorro de vómito y que pisaríamos suelo continental buscando desesperados un hospital para rehidratarnos. Afortunadamente, no fue el caso. De hecho, desayunamos en el buffet del barco una considerable cantidad de fritos, a modo de despedida de la gastronomía irlandesa. Fue en realidad un viaje muy agradable, rodeados de camioneros que tenían pinta de ser habituales del lugar, lo que le daba a la situación un toque hogareño. En cierto momento de la noche decidimos a salir a dar una vuelta por la cubierta. El aire estaba congelado y el mar devolvía al cielo un reflejo violeta, mortecino. Lo que a cualquier humano le habría resultado deprimente a nosotros nos llenó el alma. Nos habíamos marchado de Irlanda. Por fin nos atrevimos a empezar una nueva vida. Al acostarnos el barco empezó a bambolearse brutalmente, con unos golpes de olas que inspiraban bastante respeto. Aún así, Santiago durmió como nunca hasta entonces. Yo, no. Pasé la noche esperando que me subiera el vómito a la boca y con un terrible dolor en toda mi cabeza.

Para amenizar aún más el viaje, el día anterior a nuestra partida comencé a sentir ciertas molestias en una muela. No era una muela cualquiera. Se me había roto cuatro años antes una bendita tarde en Laos donde cenamos, como de costumbre, lo que pudimos encontrar por menos de un dólar. Le compramos arroz hervido a una amable anciana laosiana sentada en medio de una calle de Savannakhet, posiblemente la ciudad con menor atractivo turístico del planeta. Como a veces uno tiene lo que se merece, a mí me tocó una piedrecita en el arroz que fui a masticar con todas mis fuerzas y que me dejó un agujero considerable en medio de una muela. Afortunadamente, resistió un tiempo, pero decidió hacerse notar en el momento más oportuno. Lo que fueron inicialmente unas molestias se convirtieron en un pinchazo continuado que me llegaba más o menos al centro del hipotálamo. Un dolor de muelas, vamos. De los buenos. De los que no se van con paracetamol. De los que no dejan dormir, como me pasó a mí. 

Pese a todo, los dos días siguientes cruzamos Francia de punta a punta. No sé describir lo que sentía en esos momentos, más allá del dolor de la caries. Creo que el terror a la náusea del día anterior dio paso a esa mezcla de ilusión, ansiedad, miedo e incertidumbre que asalta a cualquiera ante una nueva aventura. Recuerdo que nos sorprendía ver esa extraña esfera ardiente en el cielo, que algunas leyendas irlandesas llaman sol. Y que se hacía raro ver montañas en el horizonte, de nuevo. Recuerdo la mirada se Santiago clavada en mí, mientras golpeaba con el codo la maleta en cada cambio de marcha. Recuerdo que fue un viaje feliz. 

La llegada a Montpellier, sin embargo, no apuntaba nada bueno. Para ser más exactos, se nos cayó el alma a los pies. El día se puso muy gris y había un tráfico de mil demonios. Por pura ignorancia, habíamos reservado un apartamento una zona horrible de la ciudad para pasar nuestra primera semana. Para llegar allí, nuestro navegador estaba empeñado en meternos por todas las calles en dirección contraria. Dicho apartamento tenía un parking en el que difícilmente cabía una moto. Tras conseguir meter el coche decidí hacer una última maniobra preciosista e innecesaria, para dejarlo perfectamente alineado con todos los ángulos del garaje. Después de conducir 800 kilómetros con una muela aguejereada y ya saboreando mi victoria ante la adversidad, puse marcha atrás, avancé confiado y estampé el coche contra una pared. Normal, lo único que veía por el retrovisor eran maletas. Aún hoy el Auris luce una hermosa cicatriz en el parachoques trasero que atestigua mi vanidad. Por si fuera poco, el primer lugareño que nos habló fue un vagabundo que le preguntó a Paula sobre unos extraterrestres. Lo que se dice un inicio prometedor. La primera noche en nuestra nueva ciudad estábamos los tres alteradísimos, y muertos de miedo. De entonces sí recuerdo perfectamente que me preguntaba por qué había decidido meter a mi familia en semejante lío. Dublín no parecía tan frío y nuestra apacible existencia irlandesa parecía mucho más apacible.

Si creyese que el destino manda de cuando en cuando mensajes premonitorios hoy estaría escribiendo este blog viendo la lluvia de Dublín por la ventana. Pero no lo soy, y aquí seguimos. A la orilla del Mediterráneo, comiendo alimentos con sabor y con un empaste en la muela. Claro que bien pensado, si yo creyese en premoniciones mi vida sería muy distinta. Hoy sería un hombre soltero, porque mucho antes de todo lo que he contado, el vuelo que me tenía que llevar a mi boda en Argentina fue cancelado en el último momento... y me las arreglé para llegar igual. Pero eso será otra historia para otro día en la que tenga ganas de contar batallitas. 


domingo, 3 de diciembre de 2017

Feliz cumpleaños

Ayer cumplí 36 años. Eso supone 13149 días. Como suena. Da vértigo. Ni hablar de las horas que he vivido. Más de 300000. Trescientasmil. Debe ser que tengo una crisis de la cuarentena algo precoz, pero al pensar en estos números me ha sido inevitable reflexionar sobre si estoy aprovechando mi vida, sobre si estoy haciendo las cosas bien.

Sería fácil, para reconfortarme, pensar que si hubiese nacido en el año 457 ya estaría muerto, y que habría sufrido una barbaridad toda mi existencia. Pero eso no tiene ningún mérito, que haya vivido tanto y con salud se lo debemos a Pasteur, a Fleming, a los moros por sus sistemas de regadío y al inteligente mesoamericano que se puso a hibridar el maíz... Aparte un hombre medieval de mi edad seguramente sería abuelo; y si fuese Papa, sería bisabuelo. No es reconfortante tampoco compararse con generaciones un poco más cercanas. Mi padre a estas alturas de su vida tenía cuatro hijos y una hipoteca. Que digo yo que eso demuestra que el hombre lo tenía todo mucho más claro, o tenía mucha más prisa que yo. En cualquier caso, compararme no me compensa.

Podríamos hacer números para ver qué he hecho hasta ahora. Por lo que he podido encontrar en la wikipedia, lo cual es sinónimo de veracidad indudable, he producido más de 1900 kilos de heces. Chúpate esa. Si eso no es contribuir al ciclo vital dime tú. También es verdad que podemos estimar que me debo haber bebido unos 12000 Cola-Caos, casi a la altura de Rafa Nadal. 12000 Cola-Caos son aproximadamente unos 3500 litros de leche. Así que le he cambiado a la naturaleza casi un kilo de heces por cada dos litros de leche. Me parece que no es justo. Eso tampoco reconforta.

He pisado 44 países, si no me dejo ninguno. Eso son muchas, muchas, muchas horas de coche, autobús, avión, barco... Por una parte, supongo que esto demuestra que me he movido, que he sido curioso, que he querido conocer. Punto para mí. Por otra, esas 44 fronteras cruzadas también son muchos, muchos, muchos litros de combustibles fósiles. Mi factura ecológica debe ser roja rojísima. Creo que a la Madre Tierra no le estoy haciendo ningún bien, por más heces que le regale. Punto muy negativo.

Lo tengo... He vivido ya 3 años más que Jesús. Y Jesús hasta donde tengo entendido es Dios. Además, esos 3 años extra los he vivido casado. Eso tiene que contar, al menos, doble. Algo bueno he hecho. Debería sentirme mejor. Pero no. Maldita sabiduría infinita de la wikipedia. Mahoma vivió 63 y Buda 80. Jo macho. 44 años más para ser el mejor. Haciendo la conversión eso equivale a 8 o 9 años de vida marital. Pero ni así. Aparte, bien pensado, el hecho de cumplir 36 tampoco tiene mucho mérito. Britney Spears nació el mismo día que yo y ahí sigue. Tampoco aquí encuentro confort.

A ver ésta: Desde el punto de vista de la supervivencia de la especie, ya he cumplido con lo que se espera de mí. Aquí mi señora y yo hemos producido dos seres humanos. De nada, resto del mundo. Me entra la duda de nuevo. No estoy seguro de que prolongar la presencia humana en este pobre planeta sea una buena idea. Solo hay que abrir un periódico al azar o ver cinco minutos Telecinco para darse cuenta de que vamos hacia el muro.

Tiramos por la parte profesional. Una tesis doctoral, cinco trabajos, treinta artículos científicos, tres patentes, profesor de universidad a los 33, director de un departamento de investigación a los 35... no pinta mal, no pinta mal. Pero a quién vamos a engañar. Estoy deseando jubilarme. Así que de esto tampoco puedo estar especialmente orgulloso. Además, según pinta el tema, me estaré jubilando a la edad que se murió Buda. Qué perspectiva.

Seamos materialistas. He comprado dos coches y he alquilado cinco casas. Supongo que son razones para estar orgulloso. Claro, que puestos a hacer números, eso corresponde a unos 125000 euros que me he gastado en todo ello. De lo cual me queda un Skoda familiar negro con las lunas tintadas, que todo el que ve piensa que es un coche fúnebre. Por aquí tampoco voy a encontrar por dónde sentirme bien.

Comienzo a desesperarme... Yo vi a España ganar el Mundial. Yo viví el gol de Iniesta. Mucho gustico, sí, pero más bien poco mérito. Ser español es más azar que otra cosa. Ni hablar de las horas que he pasado dormido, o las que he desperdiciado delante de una videoconsola, eso más bien da bajón. He leído muchísimo, eso es para estar orgulloso, pero llevo tres meses con el mismo libro.

No hay nada. Es triste pero me parece que este análisis sirve para confirmar que no hay nada de lo que me pueda sentirme orgulloso después de 36 años de existencia. Espera. Espera. ESPERA. Lo tengo. Yo he visto al Madrid ganar 6 Copas de Europa. Y eso sí es mérito mio, sí, porque soy el socio 50.033 del Real Madrid. Con mis cuotas de socio desde hace 20 años deben haber pagado el billete de avión que llevó a Mijatovic a Amsterdam. Y todos sabemos que ése fue el antes y el después. Sí señor, si el Real Madrid hoy da alegría a tanta gente, a tantos niños, eso es mérito mío. Que un niño en Laos vaya a trabajar más feliz porque lleva la camiseta de Ronaldo es mérito mío. A ver quién puede decir eso. Ni Miliki con 36 años lo consiguió. Hoy dormiré mucho mejor, que nadie se atreva a replicarme.


domingo, 26 de noviembre de 2017

Sagrado Corazón

Hace ya unos años, en una de esas ocasiones en las que uno está haciendo un sudoku samurai y el cerebro aprovecha para reorganizar los recuerdos, me dio por pensar en mi profesor de latín en el colegio. Respondía este caballero al nombre de Cecilio y era un monje de la congregación de los Corazonistas. Fue una elección un tanto extraña como evocación inesperada, este Cecilio era un profesor horroroso y una persona un poco repelente, el único recuerdo que tengo claro de él es que olía mucho a sobaco. Mucho. Y no a sudor, a sobaco. Era ya una persona mayor cuando me dio clase, debía rondar los sesenta años. De él mi pensamiento pasó al hermano Ortega, de lejos el mejor profesor que he tenido en mi vida. Me impartió Física y Química dos años, durante los cuales me torturó casi a diario para hacerme deducir, delante de toda la clase, la lección del día. Me sacaba a la pizarra y me usaba para razonar las fórmulas que rigen las fuerzas en los planos inclinados, o los modelos atómicos. Todo entre unos gritos salvajes e insultos graves a mi inteligencia. El problema, aparte de mi tozudez nativa, era que Ortega había enseñado años antes a mi hermana (hoy doctora en físicas) y a mi hermano (hoy ingeniero industrial), con mentes mucho más capacitadas que la mía para esos asuntos. Tengo la absoluta seguridad de que fui una decepción continuada para él, de hecho unos años después de entrar en la universidad fui con mi hermano a visitarle. No pudo evitar su desencanto cuando supo que estudiaba farmacia, "una carrera menor", en sus propias palabras. Quizá le hubiera gustado saber que le usé como modelo cuando me tocó dar clase a otros estudiantes de carreras menores (en la parte de hacer razonar, no la de humillar).


Ortega también debía rondar los sesenta años cuando nos sufrimos mutuamente. Mi pensamiento se lanzó entonces por otros derroteros. La mayoría de mis profesores del colegio eran bastante talluditos hacía 20 o 30 años... ¿Seguirían vivos? Se ve que ese día no tenía otra cosa mejor que hacer que ponerme a jugar al detective necrológico, así que me puse a averiguar por Internet.
Lamentablemente, la búsqueda resultó casi completamente infructuosa. La primera dificultad que me encontré fue que de casi todos no recordaba el nombre, solo el mote (ahí estaban el Bombilla, el Borracho, el Tortuga, el Mosca -jamás un mote fue más adecuado-, el Villo o la Gorda), o el nombre o el apellido (Pablo, Marcos, David, Teófilo, Ortega, Contreras). Sin embargo, de uno de ellos, quizá porque su nombre sonaba como un trabalenguas o porque era especialmente musical, mi mente conservaba el nombre completo... Vicente Ugarte Aizpeurrutia. El hermano Vicente. Este hombre fue director del colegio durante un tiempo y mi profesor de matemáticas un par de años. De él recuerdo que se encargaba de organizar las filas para entrar a clase por las mañanas (megáfono en mano), de que cien almas infantiles rezasen al unísono en el comedor (megáfono en mano) y de repartir premios-piruletas- y humillaciones-insultos- según los sobresalientes y suspensos que hubieses sacado al final de cada evaluación. Y todo ello lo hacía manteniendo el orden mediante unos capones salvajes con una mano en la que tenía anillo descomunal; sí, con el megáfono en la otra mano. 

El caso es que al meter Vicente Ugarte Aizpeurrutia en Google, al fin encontré algo. Había muerto. Y no solo eso. Di con un blog que le dedicaba una alegoría al más que probable sufrimiento en los infiernos de este señor. La entrada de este blog ya no existe, el autor tuvo a bien retirarlo por su carácter ofensivo, pero los comentarios de sus lectores continúan ahí. En esos comentarios (que recomiendo leer a quien tenga tres o cuatro horas por delante de insomnio) descubrí que mi colegio era algo así como una pesadilla para muchos ex-alumnos. Decenas de personas relataban allí un sufrimiento inigualable, infancias destrozadas a manos de monjes desalmados, violencia extrema, incluso alguna muerte. Leer todas esas salvajadas me obligó a realizar un ejercicio que no había llevado a cabo hasta entonces: analizar mi vida colegial desde mi punto de vista de adulto.

La primera conclusión a la que llegué es que era un pequeño milagro que los alumnos de ese colegio estuviesen sistemáticamente entre los que mejores notas sacaban en selectividad. Ahora me percato que no es normal que el Pedrito, un ceporro que tenía un llavero de una clínica capilar, fuese profesor de gimnasia... y de historia. O que el Borracho igual te enseñara a arreglar un sifón que te hacía aprenderte un soneto de Quevedo. Por no hablar de otro, cuyo nombre no recuerdo, que siendo profesor de lengua utilizaba invariablemente "¿lo qué?" cuando no entendía lo que le decían. Había profesores brillantes (pocos), sí, pero otros se pasaban horas mirando al infinito; horas en las que la misión de sus alumnos era estar callados. 


La segunda conclusión es que viví muchos episodios de violencia. No tengo muy claro si todas las imágenes que acuden a mi mente de agresiones de los profesores hacia sus alumnos (y a veces de alumnos a profesores) son mías o las he incorporado de anécdotas ajenas. Estoy seguro de haber visto borradores y tizas lanzadas a cabezas, he visto niños levantados del suelo por las patillas, y muchos, muchos capones. De hecho, uno de los primeros recuerdos que tengo de ese colegio es de un tal hermano Florentino, que me sacudió uno por pintar la bandera de España al revés (con 4 años). También recuerdo claramente que algunos alumnos eran un blanco fácil para la violencia verbal, la humillación, tanto de los profesores como de sus compañeros. Y que toda esta violencia era tomada con cierta naturalidad por los afectados y los espectadores, como si cada uno estuviese cumpliendo con un papel asignado por el destino. Da vértigo pensarlo como padre.


La tercera conclusión es que varios de mis profesores estaban algo tarados. Los había directamente locos, como un tal Chacho, del que se decía que era cura. Ese hombre desvariaba absolutamente, hasta el punto de que sus discursos eran absolutamente incomprensibles. A veces, como respuesta a una pregunta, emitía solo un "tsssshhhhhh", como una serpiente. Y seguía con lo suyo. De Roberto, que también llegó a director, comenzamos a elaborar una lista de todos los sinsentidos que nos soltaba en sus clases de matemáticas. Pensándolo bien no sé si era un chalado o era bipolar, o simplemente un payaso. Luego estaba el Lago, profesor de música y dibujo. Una mala persona. Quemó una flauta en clase, sin venir a cuento. Bastante revelador.


La última conclusión, que resume las tres anteriores, es que viéndolo en perspectiva, ese lugar me parece una oda a la entropía universal. En mis tiempos en ese colegio reinaba una especie de equilibrio caótico en la que cientos de niños y unos cuantos profesores (me parto cuando ahora se habla de masificación en las aulas) se coordinaban mágicamente para sobrevivir después de diez o quince años de convivencia. Y no solo eso, algunos de ellos, tanto alumnos como profesores, lo hacían preparados para enfrentarse al mundo. Creo que a este descontrol le debo la felicidad con la que recuerdo mis años allí. Porque, pensándolo hoy, las fantásticas amistades que establecí con los compañeros de mi época, razón de mis memorias felices, no habrían sido iguales en un entorno más, por decirlo así, normal. Les habría faltado ese toque de unión para la supervivencia que las hizo especiales, muy intensas. Al estilo de El Señor de las Moscas.


En fin, que gracias a Cecilio pude repasar mi vida escolar en el Sagrado Corazón. Y me hizo darme cuenta de que pasé 14 años allí. 14. De ese tiempo me llevé recuerdos propios o prestados, buenos y malos. Lo que es innegable es que ese colegio es en parte responsable de lo que es mi vida hoy, así, sin más. Y también lo es de que sea un agnóstico convencido, pero eso ya es otra historia.

sábado, 18 de noviembre de 2017

De la sordera, la ceguera y la idiotez

Hace unas semanas, escribiendo sobre el nacimiento de Santiago, defendía que el olvido del parto por parte de la madre es la razón que explica que la raza humana haya llegado hasta el siglo XXI. Reflexionando un poco más sobre el tema debo admitir que fue un análisis muy incompleto. La evolución también nos ha dotado de otra virtud, al menos igual de importante, que permite que nos sigamos multiplicando. Se trata de una virtud compleja, secuencial.

Una parte de esta virtud es la ceguera y sordera preparental. A diferencia del olvido del parto, que supongo que solo afecta a las madres (y a los padres que asisten al nacimiento de sus hijos bajo el efecto de los ansiolíticos) la ceguera y sordera preparental afectan a ambos. Estos atributos son especialmente acusados en aquellos afortunados humanos que gozan de un fuerte instinto de paternidad. Es fácil deducir en qué consiste este pequeño milagro evolutivo: los futuros padres primerizos no escuchan y no ven, o mejor dicho, deforman lo que ven. Pongo algunos ejemplos prácticos, todos ellos basados en mi propia experiencia, de conversaciones y situaciones vividas antes de que Santiago viniera a aderezar mi aburrida existencia.

- "Duerme ahora que puedes porque vas a ver... olvídate de dormir".  Yo, como futuro padre pensaba que algo menos dormiría, sí, que estaría un poquito más cansado de cuando en cuando. Que habría noches un poco más difíciles. No. Tu hijo se va a despertar berreando tres, cuatro, cinco, veinte veces por noche. Eso es normal. Pero es que para el padre primerizo lo que uno conoce como sueño, esto es, unas cuantas horas de desconexión continuada, desaparece. Queda sustituido por una especie de calma tensa en la que todo tu organismo está atento al mínimo movimiento de la criaturita. Al menor estímulo uno salta. Los momentos más agobiantes de mi vida hasta hoy han sido esperando volver a escuchar la respiración de Santiago cuando cambiaba de posición o respiraba bajito. Qué horror. El caso es que durante meses, esto es, durante cientos de noches, no hay descanso nocturno. Como consecuencia, los días correspondientes se viven como dentro de una neblina en la que el cerebro está haciendo un esfuerzo ímprobo para mantener el rumbo y la dignidad. La sensación de estar descansado desaparece. Espeluznante.

- "Aprovecha para hacer TODO lo que te gusta, porque tu vida, tal como la conoces, se acabó". Otra exageración, piensa uno. Pero cómo no voy a tener tiempo para tumbarme a leer plácidamente, cómo no voy a poder ver los partidos del Madrid, cómo no voy a poder salir de cuando en cuando a tomar unas cañejas. Y no. No se puede. Porque tu existencia está comandada por las necesidades de un animal que requiere atención continuada, o para decirlo correctamente, que el padre primerizo cree que requiere atención continuada. Y los raros momentos en que tienes tiempo para hacer algo para ti cualquier actividad supone tal esfuerzo debido a la fatiga, que duermes.

- "Vas a desaparecer para tu mujer". Pero eso es imposible, con lo felices que somos juntos que vamos a tener un hijo... éste tiene problemas en su matrimonio y se los achaca al nene. Ayyyy inconsciente. Después del nacimiento del primer hijo, el hombre pasa a ser otro objeto utilitario más de la casa, como la lavadora, o el carrito de la compra. Un poco más completo, una especie de Thermomix. Sin ningún período de transición que dulcifique un poco el proceso, de la noche a la mañana todas las atenciones, cariños, miradas y demás muestras de afecto son dedicadas a un ser diminuto que se caga encima. El humano macho queda reducido a un asistente, un mozo de carga, una mula, algo así. Afortunadamente la hembra humana, sin duda por pena, suaviza un poco la situación con el paso del tiempo. Pero solo un poco.

Hay muchas otras advertencias que un padre primerizo recibe como "detestarás el parque sobre todas las cosas", "vas a pasarte un año enfermo" o "estarás siempre, siempre, siempre preocupado por algo" que son absolutamente ciertas. La más directa me la dio una persona muy querida cuyo nombre no desvelaré por si sus hijos leen un día estos textos... "A Paula y a ti se os ve muy bien, quedaos así, en serio, no tengáis hijos, los hijos son una lata". Obviamente, no escuché a ninguno de ellos.

No menos reveladores sobre la sabiduría de la madre naturaleza son los casos de ceguera prepaternal, o mejor dicho, deformación visual prepaternal. Un par de ejemplos:

- Los niños que chillan como bestias en supermercados, ascensores y restaurantes. Qué maleducados, piensa uno, mi hijo no será así. Mi hijo dormirá plácidamente, o disfrutará ensimismado con mis declamaciones de Hesíodo. Y mira cómo el padre no hace absolutamente nada... Inevitablemente, meses, años después eres tú el que soporta, un tanto indiferente, la mirada indignada de ese jovencito que piensa que su futuro hijo jamás estará totalmente fuera de control en un tren, durante horas...

- Cuántas veces le han enseñado a uno dibujos horrendos, líneas sin sentido, collages indescifrables, ceniceros que deberían tener forma de corazón y parecen berenjenas. Tú respondes uy qué boniiiiiitooooo pero en realidad piensas... este desgraciado, su hijo tiene un ojo vago y mira lo orgulloso que está. Será capaz de no reconocer que ese bodrio es horroroso... pobrecito mío. Pues bien, hoy, en mi mesa de despacho tengo dos fascinantes pinturas abstractas de Santiago, ambos regalos de cumpleaños. Y es que un prepadre no ve y desde luego no comprende todo lo que hay detrás de esa mancha azul que debería ser un árbol y que tu hijo ha hecho para ti.

Otros ejemplos más básicos pero no menos reales: uno no se da cuenta de las ojeras de los padres alrededor, de las persecuciones desesperadas tras el muchachito que se embala hacia el paso de cebra, no se ve que los niños desobedecen por principio, que hay un momento en que empiezan a llevar la contraria porque sí, que saltan en los charcos, que lo ensucian todo, siempre, que les gusta mucho más destruir que construir, que son máquinas de desordenar, de producir detritos... o sí, sí se ve. Pero uno piensa que eso son los niños de los otros, de los malos gestores, educadores deficientes. Que con todo mi amor, mediante la discusión, el razonamiento y métodos de hipnosis, mi hijo no será así. Iluso.

Lo dicho, la sordera y la ceguera prepaternales han ayudado a llegar hasta aquí, sí. Pero eso no son suficientes para asegurar la supervivencia de la especie. En algunos casos graves, como es el mío, la ceguera y la sordera prepaternal se convierten en inconsciencia/idiotez/chulería prepaternal. Ésta es la otra parte de la virtud que nos ha regalado la evolución. En algunos casos, digo, uno decide tener otro hijo, y no solo eso, uno está convencido de que esta vez, con todo lo aprendido, dormirá tranquilo, la vida marital no variará en absoluto, imposible que esta vez el nene se ponga a chillar inconsolable en el Carrefour... Uno cree ir en contra de la evolución cuando lo único que se hace es alimentarla. Inconsciencia e idiotez, algo de chulería, poco más hay que decir. Y los hay peores. Hay quien tiene tres, cuatro, cinco hijos. Voluntariamente. Eso ya es deformación por extremismo religioso, masoquismo o absoluto desprecio a la propia persona por el bien de la humanidad (héroes no reconocidos que ayudarán a pagar mi pensión).

Es verdad que al menos se aprende en el proceso. Se comienza a escuchar a los demás padres. Y se ve a los demás niños de un modo indulgente. Lo que es muy muy inquietante es que, invariablemente, cuando hablo de todo esto con los padres más veteranos, el comentario que siempre recibo como respuesta es: no te quejes, que lo peor está por llegar. Me gustaría no haberlo escuchado.

domingo, 12 de noviembre de 2017

Consejo

Según voy juntando años me voy volviendo (más) indeseable. Soy de ésos que dice "a mí no me gusta dar consejos" justo antes de clavar una recomendación vital al que generalmente viene buscando desahogo y no recetas mágicas para mejorar su existencia. Tengo un montón de recomendaciones para dar, de diferentes fuentes, desde las recibidas de los sabios que he conocido a las del horóscopo del Cosmopolitan. Sin embargo, me siento especialmente orgulloso de los consejos que he elaborado en base a mi experiencia vital, y eso los digo con la introducción habitual de "mi corta vida me ha enseñado que..." o el peor todavía "lo que yo me aplico es lo siguiente...". Ahí hincho el pecho y suelto el consejo con un tono de voz cómplice. Lo dicho, un indeseable.

Últimamente, como tengo varias personas a mi cargo en el laboratorio, me veo en la obligación de dar muy frecuentemente uno de estos consejos de elaboración propia. Para ser más exacto, tengo varios franceses a mi cargo en el laboratorio. Siendo la francesa la sociedad más hipócrita que he encontrado en mi corta vida (indeseable de nuevo), es muy habitual que mis colaboradores vengan a verme con el cuchillo entre los dientes criticando lo que (no) hacen, cómo son, cómo andan, la supina ignorancia o la existencia de François, Jules o Marie-Pierrette, que suelen ser compañeros de comidas y desventuras del crítico de turno.

Mi primera respuesta ante éste tipo de críticas es invitar a una conversación franca entre los dos afectados para intentar resolver el problema. Me ha llevado un tiempito comprender que las conversaciones francas, y mucho más si incluyen una crítica directa, son absolutamente incompatibles con haber sido criado en Francia. Yo sigo insistiendo con la recomendación, aunque ya sé que la respuesta que voy a obtener va a ser un "oui, oui" acompañado de una caída de ojos hacia la izquierda muy característica. Como digo, la conversación franca no ha ocurrido nunca hasta hoy. Me ha llevado un poquito más de tiempo comprender que en realidad el ser humano francés precisa del conflicto interpersonal y de la queja perpetua para sentirse realizado. Así que por lo general no le doy mayor importancia a estas situaciones pero cumplo muy ufano mi obligado papel de jefe conciliador, que me va en el sueldo. Por otra parte, ya no me sorprende que crítico y criticado (que muy frecuentemente suelen intercambiar papeles) parezcan tan amigos en la máquina de café.

Se puede decir que la crítica vacía, sin ningún ánimo de hacerla constructiva y desde luego sin ningún tipo de acción detrás es una necesidad para mis colaboradores franceses. He aprendido a vivir con ello y no pienso malgastar mis fuerzas intentando cambiar tradiciones milenarias. Sin embargo, soy del tipo de indeseable que cree que con un esfuercito de cada uno podemos hacer la convivencia humana un poquito menos desagradable. Y ahí viene el consejo que tanto repito. Ejemplo práctico: "Adolfo, no puedo soportar a Clémence porque en cada reunión, sin venir a cuento, enumera las leyes de Fick, las enumera mal y además aparca su coche muy pegado al de los demás". Después de invitar a una conversación franca sobre la pedantería, las leyes básicas de la difusión y el código de circulación, Adolfo hincha el pecho, pone tono cómplice (estoy pensando incorporar la mirada por debajo de las gafas, así en modo relojero que conversa) y dice: "Por otra parte, te diré que mi corta vida me ha enseñado que es mucho más fácil mejorar como persona si en vez de intentar imitar las virtudes de las pocas grandes personas que te encuentras en tu existencia te dedicas a evitar los defectos de todas las que conoces, sean buenos, malos, indeseables o incluso grandes personas". Así, como si fuese Lao Tse, o Martin Luther King. Sin duda, cuando cumpla unos cuantos años más, cerraré la frase con unas palmadas en la espalda. No puedo esperar.

Para que el consejo tenga el efecto deseado, que es que mi interlocutor pase de la fase de sorpresa y desagrado ante el indeseable que te da consejos a aplicar la recomendación para que la raza humana alcance el nirvana pronto, lo acompaño de unos cuantos ejemplos que he aplicado a lo largo de mi vida:
- Tuve una jefa que era (supongo que es) una tirana. Una ignorante de primer orden. Una engreída que hablaba siempre con una falsa superioridad insultante (literalmente insultante). Gracias a ella aprendí que la gente de mi equipo, que confía en mí, se merece el mayor de mis respetos. Por ella aprendí a decir "no sé" y a felicitar a mi gente por sus logros. Ella me enseñó a escuchar y valorar a quien trabaja para mí.
- Tuve un jefe que era (supongo que es) un hipócrita, un encantador de serpientes, un aprovechado y un trepa. Una persona odiosa que jamás confió en mis capacidades científicas ni profesionales. Gracias a él aprendí que la ética laboral es importante para uno mismo y para tus compañeros, pero imprescindible para quien te considera jefe. Él me enseñó a ser justo y a animar siempre a dar un paso más, a confiar y dar confianza en las posibilidades de crecimiento de los que me rodean. A encontrar placer y no pesar en ayudar a quien trabaja conmigo. A defender y a apoyar a los miembros de mi equipo. A ser honesto con ellos. A no prejuzgar.
- Esos son ejemplos fáciles, de gente odiosa. Suelo poner otro más difícil, de un virtuoso, para que se comprenda el potencial beneficio de mi consejo. Mi padre (lo siento, papá) es la persona más honesta, justa, educada, respetuosa y responsable que he conocido. Sé que no voy a llegar nunca ahí. Sin embargo, hasta el día que se retiró, llegaba de trabajar a las ocho y se ponía a cenar delante del ordenador, para seguir trabajando. Por él salgo cada día del trabajo a las cinco y media para estar con mi familia y cuando llego a casa el móvil se queda dado la vuelta en una esquina del salón.

Esos tres ejemplos, suelo decir, han sido importantes para hacer mi existencia completa y muy feliz y tener una carrera profesional exitosa, al menos de momento. Hay muchos otros que a veces utilizo, y a los que aprovecho para agradecer por hacerme intentar ser mejor persona: a los mentirosos compulsivos, a los desleales,  a los antipáticos, a los manipuladores, a los violentos, a los irresponsables, a los gritones, a los pedantes, a los presuntuosos, a los presumidos y a los desagradables que se han cruzado en mi camino, a los trabajadores de correos, a mi casero en Irlanda, a los empleados de las embajadas y consulados de España, a Cristiano Ronaldo, a los políticos de mi país, a la maleducada del quinto y a tantos otros.

Con algunos de estos ejemplos me aseguro de que mi interlocutor comprende bien a lo que me refiero y espero que lleve a cabo un ejercicio que es muy simple y que ayuda mucho. Y lo digo en serio. Sin embargo, mientras escribo, me invade la duda. Es posible que en un futuro mis colaboradores continúen propagando mi consejo pero utilicen un ejemplo que empiece así: Tuve un jefe que era un indeseable que se dedicaba a dar consejos sin que se los pidieran, y encima te daba una palmadita en la espalda...

sábado, 4 de noviembre de 2017

Pequeño ensayo sobre la idiosincrasia argentina

"Galleguito lindo, quedate acá conmigo". Con estas palabras me recibió Argentina la primera vez que pisé aquel país. Me las dirigió una oficial de aduanas de unos 150 kilos. Desde entonces, estoy intentando comprender cómo funciona la mente de sus habitantes. Y después de ocho años de dedicada observación, creo haber encontrado finalmente la manera de describir al ser argentino. Excesivo. O extremista. O mejor, extremadamente excesivo.  El argentino es extremadamente excesivo.

En Argentina el gris no existe. El argentino vive en una continua dicotomía: ama u odia, está arriba o abajo, feliz o hundido, inmóvil o a toda velocidad. Y por difícil que pueda parecer, ambos extremos están ocurriendo al mismo tiempo. O mejor dicho, un extremo está en breve estado de hibernación mientras el otro tiene lugar de manera excesiva. El paso de un estado a otro es muy breve, a veces es inexistente. El término medio, lo que un no argentino podría considerar la normalidad, no es más que un estado de transición altamente inestable para ellos.  La normalidad argentina es el extremo.

Visto desde fuera, podría pensar uno que el ente argentino es en realidad un histérico de primera. Equivocación. Un histérico difícilmente puede interaccionar con otras personas. El histérico provoca repulsión. El argentino, sin embargo, es por lo general embaucador, tiene imán. Sería más exacto definirles como bipolares. Bipolares atractivos. Durante estos ocho años he intentando comprender qué es lo que provoca el paso de un extremo al otro en su comportamiento. Me he dado por vencido. Existe indudablemente un instinto, un código, algo impreso en lo más profundo de sus genes que desencadena la tormenta. O que les vuelve las personas más adorables del mundo, dependiendo del estado anterior. O que les lleva a sentirse como los reyes del mambo. O miserables. Así, he presenciado reuniones sociales de todo tipo en los que varios de los presentes lloran mientras algunos ríen y otros parecen estar a punto de pasar a las manos. Minutos después todo se entremezcla y los que lloraban se abrazan, los que ríen se pelean y los que se pelean lloran abrazados. Y al final de la reunión cada uno a su casa y hasta la siguiente. Como si nada.

Los detalles más nimios pueden desatar la euforia o desencadenar un enojo profundo en el argentino. Para los no iniciados, no hay ni que confiarse ni que preocuparse. Si se ha comprendido todo lo anterior se entenderá que minutos después el argentino pasará a otro estado completamente distinto. Ahora bien, es lógico deducir la dificultad de convivir con ellos. Una discusión acalorada deja a un no argentino enfadado durante horas o días. El argentino, desde luego, ha salido del enojo en cuestión de minutos y lo más probable es que ni siquiera recuerde lo que te ha llevado a ese estado. Lo dicho, difícil.

Al argentino hay que conocerle. Y saber quererle. Si no, es probable que uno se vuelva loco. Son seres extremadamente inteligentes, tienen un país fértil, rico y sin embargo son dejados y pobres. El argentino, aunque no haya salido de su aldea, suele tener una opinión para todo basada en la más básica de las evidencias. Tan básica que es insultante. El asado no se puede cocinar en menos de cinco horas, una "picadita" son kilos de comida y unos mates pueden durar una tarde entera. Al argentino con prisa no le hables, del argentino con ganas de hablar no escapas. No hay nadie más gracioso que un gracioso argentino. Messi es Dios, pecho frío que no canta el himno, pero Dios, con mayúscula. Sus gobernantes son ídolos a los que entregan todas sus esperanzas para mandarles a los infiernos cuando les decepcionan, de manera cíclica. Los argentinos son generosos hasta el extremo y se dejarán el alma porque te sientas bien con ellos. Las amistades argentinas son inquebrantables. Si te ponen la cruz, mejor desaparece. Las críticas argentinas son horrendas, desaforadas, crueles. Las alabanzas, también. Son los mejores, son los peores. El argentino vive en un estado de insatisfacción perpetua. El argentino es un teórico que tiene solución para todo mientras su país se cae y él sigue cocinando asados de cinco horas. Hablan espantados de su patria y lloran de alegría echando de menos lo que dejaron atrás.  El argentino tiene una increíble capacidad para el olvido pero no perdona casi nunca. Si a un argentino le sale mal un plan, es una consecuencia de la alineación de los planetas, el calentamiento global y los ingleses; sin embargo el argentino sabe perfectamente que lo hace todo bastante mal, aunque diga que lo hace todo bien. Los argentinos expatriados se evitan pero están siempre para ayudarse, se huyen pero cuando se encuentran son como hermanos. El argentino no insulta, reputea. No quiere, ama. Son agresivos, charlatanes y cuentistas; cuando un argentino te habla parece que quiere convencerte. Al argentino se le reconoce por la mirada pícara, viva, burlona, engreída y a la vez profundamente melancólica. Por su actitud de estar esperando que venga lo siguiente.

Se podría pensar que ser argentino es extenuante. No debe ser así, porque llegan a ancianos siendo como son. Me parece que conozco el truco. Al argentino, en realidad, le da todo un poco lo mismo. Incluida la argentinidad de sus congéneres. Si un argentino exagera, es excesivo y es extremista es porque todo va bien, ésa es su normalidad. Me ha parecido comprender que tienen claro que en este mundo estamos dos días y mejor explotarlos todo lo que se pueda, que todo da lo mismo y que más vale vivir en el exceso. El exceso está lejos del aburrimiento. Y el aburrimiento está cerca del sufrimiento. Y en realidad, lo que el argentino quiere es no sufrir, buscando el sufrimiento de manera continua, claro.



miércoles, 1 de noviembre de 2017

Parto

31 de Octubre de 2014. Llevaba poco tiempo en mi oficina, serían aproximadamente las 8:30 de la mañana. El día era gris, lo cual no era ninguna novedad. Estaba preparando mi clase del día, sobre bioequivalencia si la memoria no me falla. Entonces me llamó Paula. No era una falsa alarma, o quizá sí, pero convenía que fuese a casa. Pedí un taxi. Del trayecto recuerdo que el taxista me hablaba sobre anécdotas de mujeres parturientas, sobre los partos de sus propios hijos. A uno de ellos no llegó por el tráfico. Creo que intentaba relajarme con una táctica un tanto arriesgada. Afortunadamente, no tardamos en llegar a la última casa que tuvimos en Dublín, qué hermosa. Al entrar, encontré a Paula en la bañera del cuarto de baño de invitados. Me enseñó un papel donde tenía apuntadas la hora y la duración de cada contracción. No tengo ni idea de qué hablamos pero momentos después estábamos en el coche camino de la maternidad. Paula se retorcía de dolor. Y no tenía idea de que le quedaban 17 horas.

En la maternidad tuvimos que esperar en la entrada una hora porque el recepcionista no estaba. Ahí la situación perdió casi todo su romanticismo. Paula retorciéndose, con su maleta, en la sala de espera... al lado de abuelos con ramos de flores. Y yo con cara de aquí estamos. Finalmente nos atendieron con una actitud muy irlandesa, muy desenfadada. Más o menos como cuando siete meses antes nos habíamos acercado aterrados con un test de embarazo positivo en la mano. En su día nos mandaron para casa con una palmadita en la espalda, entonces nos hicieron rellenar no sé cuántos papeles, pese a que habíamos ido a la maternidad por lo menos veinte veces antes. Todo entre chistes y comentarios sobre el tiempo. Lo dicho, muy irlandés. Acto seguido nos enviaron a una primera sala en la otra punta del hospital donde nos confirmaron que sí, que Santiago venía. Eso animó a Paula, que empezó de nuevo a controlar sus respiraciones, a colocarse como le habían enseñado, y volvimos a apuntar la hora y la duración de cada contracción... dónde estará esa lista que nunca vio nadie. No duraría mucho la concentración. De ahí nos mandaron a la sala de preparación para el parto, de nuevo en la otra punta de la maternidad.

La sala de preparación para el parto era un pabellón enorme con unos 10 habitáculos separados por cortinas. En cada habitáculo había una mujer preparándose para el parto, qué otra cosa se puede ir a hacer ahí. Una matrona controlaba todo. Aunque no se haya visto a una mujer pariendo, uno puede imaginar que no es un momento especialmente llevadero en su existencia. Recuerdo que había una que lloraba desconsoladamente; otra, al fondo, emitía grititos de cuando en cuando. No era agradable, pero se podía soportar y por un rato nuestro parto avanzó bien, entre masajes y posiciones más o menos rocambolescas. Y la lista de contracciones empezaba a quedarse pequeña. Para entonces Paula ya andaba cansada, debían ser las dos de la tarde. Fue entonces cuando al habitáculo de al lado llegó la mujer-cerda. Esa mujer no gritaba, esa mujer chillaba desaforadamente, de manera continua. Absolutamente insoportable. Ahí se desbarató todo. En cierto momento de desconexión absoluta Paula le gritaba a la cortina que nos separaba de ella: "CALLATEEEE PELOTUDAAAAAA" o "LA P*** QUE TE RECONTRAMILPARIÓ" entre otras lindezas. Recuerdos imborrables. Así estuvimos un par de horas. Cuando finalmente nos sacaron de la sala de preparación al parto para llevarnos a la sala de parto, en la otra punta de la maternidad, Paula estaba mucho menos preparada que cuando entró.

La sala de parto era individual, afortunadamente. Con una de esas camas que se mueven y ajustan de todas las maneras posibles. Tengo terror a esas camas, me da miedo que empiecen a moverse solas y uno acabe hecho un cuatro ahí dentro. La sala tenía un gran ventanal desde el que se veía todo el barrio. En ese barrio fue donde Paula y yo tuvimos nuestra primera casa en Dublín, una caja de cerillas por la que pagábamos una fortuna. Hermoso. La dilatación no andaba bien, las contracciones eran flojitas... la cosa iba para largo. Al rato de llegar vinieron a preguntarnos si nos importaba que un bombero presenciase el parto, por lo visto era parte imprescindible de su formación. Todo seguía siendo muy irlandés, muy de andar por casa. Aceptamos, porque somos gente comprometida con la seguridad de nuestros congéneres. Así que ahí se nos unió este buen señor, que se quedó sentado en una esquina. Ustedes hagan como si yo no estuviese, me dijo. Cada vez que le miraba el hombre tenía la vista fija en el infinito, un poco forzadamente, como para decirme: no estoy viendo lo que tu mujer le está enseñando al mundo. Lo dicho, un buen hombre, finalmente ayudó mucho.

Fue en esa sala donde descubrí un aparato demoníaco. Un cacharro que mide, por medio de unas sondas, el pulso del bebé y las contracciones de la madre. Es terrorífico. El corazón del bebé se ralentiza muchísimo justo antes de que la madre tenga una contracción. En las contracciones grandes el corazón se le para... se encienden unos pivotitos de alarma en la pantalla... a veces incluso pitaba. Nada bueno. Lo peor es que yo era el único que parecía prestarle atención. Qué mal rato. A Paula, que para entonces se ponía violeta en cada contracción, no le podía decir lo que estaba viendo. Y la matrona no le daba la menor importancia. Le busqué el lado positivo y decidí que podía avisar a mi mujer cada vez que se acercaba una contracción gigante, porque como digo venía precedida por una bajada brutal del pulso del bebé. La segunda vez que le dije a Paula "ahora te va una buena" me respondió, con toda la gentileza del mundo "pero dejate de j****". Decidí que esa pantalla no iba a ayudar para el resto del parto y no la miré más.

Aquello parecía ir mejor, pero iba muy lento. En cierto momento la matrona me preguntó si quería ver el pelo de mi hijo. Muy oscuro y mucho, me dijo... no como el padre. Socorridos siempre los chistes sobre mi alopecia para calmar el ambiente. El bombero, solidario, no se rió. Yo preferí no mirar. Fue más o menos para entonces, y ya debían ser las diez de la noche, cuando pedimos la epidural. Como para que nos arrepintiésemos, nos trajeron un papelito que teníamos que firmar en el que se nos explicaban todas las cosas horribles que podían llegar a pasarle a Paula si la anestesista erraba el tiro. Era una lista espeluznante, paraplejia era lo más suave que había escrito. Paula firmó relativamente tranquila, o más bien desesperada, porque qué podía ir mal, si no es más que una inyección. Evidentemente, al firmar desconocíamos el tamaño de esa aguja. La anestesista apareció con un fusil en la mano. Por Dios que no sabía que había agujas de tal grosor... Rememoré la lista de atrocidades al completo en los segundos eternos que tardó en inyectar.

A partir de ahí todo se aceleró, hasta el punto que la matrona, una chica apellidada McDonald y que no callaba un segundo, animaba a Paula a empujar más fuerte para tener un "niño Halloween". El bombero tampoco se rió. Santiago ya estaba casi fuera, pero no conseguía salir. Yo me sentía completamente inútil al lado de mi señora cumpliendo mi función imprescindible de apretar la mano (o mejor dicho, dejar que me la apretasen). Fue entonces cuando cometí el error más grave de ese día, del que aún intento recuperarme. En un momento dado una médico entró en la sala, tijeras en mano y me dijo, muy seria: "ahora no mire". No le hice caso. Efectivamente, su pelo era mucho más oscuro y abundante que el mío. Y había mucha sangre. No diré más.

Segundos después nació Santiago. Ya eran las 1:47 del 1 de Noviembre de 2014. No fue un niño Halloween. Fue un niño de todos los santos. Un ser azulado, resbaladizo. Con la cabeza de la forma de un plátano y una costra de sangre de su madre que le duró semanas. El ser más maravilloso del planeta tierra. Cuando abrió los ojos descubrí la misma mirada que tiene hoy cuando se despierta. Fue entonces cuando me tocaron mis milésimas de atención esa noche porque sentí que me temblaban las piernas. No de emoción, de flojera. Supongo que puse cara de hombre a punto de desvanecerse porque la médico de las tijeras me miró severamente, me señaló una silla en la esquina y me dijo: "Ahí". Espero que el bombero no se diese cuenta.

Lo que siguió después está bastante borroso en mi mente. Recuerdo que después de mi hijo salió su placenta (qué cosa horrenda) y que Santiago se quedó tranquilo, en el pecho de su madre. Al llegar a la sala postparto (en la otra punta de la maternidad, de nuevo habitáculos separados por cortinas, esta vez silenciosa) donde nos despedimos por siempre del bombero,  una matrona pakistaní totalmente dormida me ordenó: cambia a tu hijo. Tardó unos segundos en darse cuenta que eso era absolutamente inviable, no sabía ni cómo desabrochar el pijama para ponérselo.

Parece mentira que Paula haya sido capaz de pasar de nuevo por lo mismo un par de años después. La bipedestación, el pulgar prensil y la visión tridimensional están muy bien y son muy útiles para cazar un mamut o jugar a la Play (de pie). Es innegable que sin ellos el ser humano seguiría sentado en un árbol, plácidamente, mirando pasar la vida.  Huyendo de depredadores y muriendo a los 20 años, pero plácidamente. Y que el mundo sería muy distinto, quizá mucho mejor. En cualquier caso, no habríamos llegado hasta aquí si miles de años de evolución no le hubiesen inculcado al cerebro humano una profunda tara: el olvido maternal postparto. Nadie en su sano juicio se prestaría a sufrir tanto recordando lo vivido anteriormente. O quizá, viendo cómo Paula quiere a Santiago, a Almudena, uno sospecha que el parto no esté del todo olvidado (difícil de creer que una mujer olvide algo) y que en realidad las madres no están en su sano juicio.

Hoy hace tres años del nacimiento de Santiago Adolfo. Casualidad, o no, le hemos regalado un traje de bombero. Muchas felicidades, querido hijo.

sábado, 28 de octubre de 2017

La nena

Vivimos en un barrio muy tranquilo. Nuestra casa está muy bien situada, muy cerca de la carretera que lleva a la playa y a un cuarto de hora caminando del centro, lo cual es muy conveniente cuando Paula necesita interactuar con otros humanos adultos. La única pega es que tenemos una comisaría a unos 200 metros, así que de cuando en cuando escuchamos una sirena en la lejanía. Esto no es ningún inconveniente, excepto porque cuando Santiago se percata imita el ruido de un coche de policía amplificado por un factor de 394 más o menos, para nuestro regocijo.

Hay un parque justo enfrente de nuestro portal. Es un parque normal, con dos hileras de árboles y una fuente con cuatro chorros de agua que huele a lejía. En este parque normal ocurren las cosas normales que ocurren en los parques. Los perros hacen sus necesidades francesas, de cuando en cuando un grupito juega a la petanca y jóvenes ociosos llevan a cabo turbios tejemanejes disimulándolo bastante mal. Dentro de este parque hay un recinto equipado con juegos para niños pequeños: un par de castillitos con sus respectivos toboganes para que la chiquillería comience a fortalecer sus cervicales cuanto antes.

Como es evidente, de cuando en cuando, voy con Santiago a este parque. No ocurre tan frecuentemente como cabría creer, mi hijo tiene un intrincado sistema interno de selección para sus tiempos de ocio y cada día elige un parque distinto de la zona, en función de vete tú a saber qué criterio. El caso es que hace un par de semanas, cuando volví de trabajar, porque Mercurio estaba retrógrado o porque había merendado yogur de albaricoque, ese día quiso ir al parque de aquí al lado a jugar en los castillos.

Cuando llegamos me sorprendió encontrarme un espectáculo un tanto patético. Un grupo de padres y sus hijos que hablaban alguna lengua eslava estaba apelotonado en una esquina del recinto interior. Miraban aterrorizados como un muchacho preadolescente, pongamos 10 años, tiraba con su balón de fútbol contra los castillos, con todas su fuerzas. Y tenía bastante fuerza. Este pequeño neandertal lucía una coleta, ropa de marca y estaba acompañado de un esbirro que le celebraba la ocurrencia con una risa demasiado forzada, un poco histérica. Antes de continuar el relato debo aportar un pequeño detalle, el muchacho futbolista era de raza árabe. Los habitantes en Francia sabrán apreciar este pequeño detalle.

En fin, que llego ahí con Santiago charlando sobre la dualidad onda-corpúsculo, y nos encontramos a estos señores y sus hijos arrinconados esperando a que el muchacho sufra un calambre o tenga un apretón o algo por el estilo. Santiago, al llegar, entró en el recinto y se quedó quieto, tocándose el labio superior, observando la situación. Nada raro, es lo que hace cada vez que llega a un parque. Yo, obviamente, con mis mejores modos, le indiqué al pequeño cavernícola que podía dar a alguien y que dejase de hacer eso. Me sentí un héroe, el chico cogió su pelota y se marchó acompañado de su admirador. Los allí presentes me agradecieron muy eslavamente, con la mirada.

Pasados unos minutos, muy pocos, el muchacho coletudo volvió y se puso a tirar la pelota, con toda su soprendente fuerza, esta vez contra la valla que rodea el recinto; valla de menos de un metro de altura. En ese instante, los adultos presentes, en una decisión tan coordinada que sin duda ya había sido discutida, recogieron a sus hijos, se guardaron su dignidad y se marcharon aceptando su derrota ante la brutalidad. Todo muy eslavo. Yo, firme defensor de la razón y el civismo, le recriminé su actitud y le recordé que podía darle un pelotazo a mi hijo, que seguía tocándose el labio de arriba, pero esta vez mirándome a mí. Este pequeño error natural con coleta me replicó con dos ideas muy definidas: no estaba tirando contra el parque, estaba disparando a la valla, y estaba en su derecho de hacer lo que le diese la gana en un lugar público. Sin duda estas ideas habían sido maduradas junto a su acompañante en esos minutos de ausencia. Un plan maestro. A este primer intercambio dialéctico siguió un interesante debate en el que yo intenté hacerle razonar sobre los límites de la libertad individual. Este pobre melenudo no salía de su argumentario, a cada una de mis ideas respondía alternativamente "es la valla" y "soy libre". Y mientras hablábamos no dejaba de dar balonazos, su acompañante reía y Santiago se tocaba el labio. Mi tono fue subiendo, porque tan defensor de la razón soy que pensaba que este papanatas quizá requería un cambio de registro para activar su cerebro y comprender un razonamiento tan simple. No me enorgullezco de decir que mis últimos ejemplos para demostrar la idiotez de sus ideas fueron: "yo también soy libre pero no por eso me pongo a cagar aquí" (chier es cagar en francés) y "qué te parece si bajo con una pistola de mi casa y me pongo a disparar a tu alrededor, sin darte".

Fue más o menos en ese momento cuando una pareja de mujeres (pequeño detalle, árabes) pasaron por nuestro lado. Obviamente, llamamos su atención. Una de ellas le preguntó al ser involucionado, al que parecía conocer, si había algún problema, mirándome a mí. Yo le expliqué la situación mientras el coletas ponía cara de bueno y Santiago se tocaba el labio. Para mi sorpresa, o no, la respuesta de esta buena mujer fue triple:
- al menos está haciendo deporte.
- pues yo prefiero esto a la gente que trae a sus perros a hacer caca y llena todo de basura.
- usted es de por aquí... porque no le he visto nunca.
Y se marchó. Y con ella mis esperanzas de que un mediador pudiese hacer entender a ese chico que su actitud no era adecuada y, puestos a soñar, que me presentase excusas.

La situación no dio para mucho más. El chico coletudo y su complaciente compadre continuaron en lo mismo, enrocados en su posición de semisimios. Comenzaron a imitarme y ridiculizar mi voz ante mis últimos intentos de hacerles comprender que actuando así les esperaba una vida de delincuencia y sufrimiento. Cuando se cansaron de humillarme se marcharon a seguir con sus inútiles existencias. Entonces Santiago decidió que no quería jugar en el parque y nosotros también nos fuimos.

Más allá de alterarme y confirmarme que el ser humano está condenado a una extinción muy dolorosa y muy merecida, esta situación me preocupó. Por Santiago. Evidentemente, la lección que quería darle sobre cómo con la razón se puede convencer incluso a un preadolescente con coleta fue un total fracaso. En estos días he llegado a preguntarme si, en contra de mi naturaleza pacífica (y cobarde), no debería haberle enseñado a mi hijo que cuando la superioridad intelectual no es suficiente hay que utilizar la superioridad física. Si no debería haber rajado el balón, haberle metido la coleta al tonto a las tres en la fuente con olor a lejía y haberme cagado en el parque para mostrarle que para chulo, mi pirulo. Me preocupaba también que Santiago dedujera de todo ello que a personajes como ese proyecto de estúpido había que tenerles miedo, al estilo eslavo.

Ayer bajamos de nuevo al mismo parque. Allí estaban ese chico, su balón y su coleta. Me reconfortó mucho que Santiago, muy contento, me dijo: "la nena", señalando al muchacho. "Juega al fútbol", me explicó. Como no podía ser de otra manera, este pequeño idiota le pegó un pelotazo a la valla. Nos miramos. Le dije: "otra vez no, por favor". Y se marchó. Vete tú a saber por qué, pero se marchó. Poco me importa, esta vez gané yo. Y para mi tranquilidad, Santiago lo vio todo, tocándose el labio.



domingo, 22 de octubre de 2017

Basenji

Soy un asocial. O mejor dicho, me he convertido un exclusivo social. Un sibarita. Lo admito sin ningún rubor, aquí y ante invitaciones a eventos sociales que no me interesan en absoluto. Gracias por la invitación, pero es que soy asocial (siempre es más fácil decir esto a explicar que la compañía de mi interlocutor no me interesa en absoluto). Generalmente recibo una cara de incredulidad como respuesta. Es muy común que a mi alrededor se confunda mi amabilidad y mis ganas de hacer sonreír a los demás con una sociabilidad que, como digo, perdí hace ya mucho tiempo. Así que me veo obligado a explicar, con toda la vaguedad que me es posible, que me gusta mucho estar solo, que no soy muy sociable, que me estoy volviendo un poco autista con la edad...

En Irlanda, en una tarde cualquiera en la que seguramente estaba procrastinando delante de mi ordenador, se me acercaron solemnes y silenciosos tres compañeros de trabajo . Se colocaron muy serios y muy ordenados en la puerta del despacho, dejando claro que de ahí no iba a escapar (táctica a la que recurro frecuentemente: ir a buscar una urgencia, un olvido, siempre lejano, ante la potencialidad de una conversación indeseada). Este ataque frontal, calculado e inesperado hizo que se me encendieran las alarmas. Queremos saber si tienes un problema con nosotros, me dijo una de ellas, una pánfila de nivel extremo. Nunca vienes a hacer nada cuando te invitamos. Yo, aliviado porque creía que había incendiado el laboratorio o que me iban a comunicar alguna muerte, solo pude responder con una pequeña carcajada. No, no sois vosotros, soy yo. Me gusta mucho estar solo, no soy muy sociable, me estoy volviendo un poco autista con la edad... Creo que les decepcioné, quizá esperaban una confesión desgarradora sobre una doble vida como contrabandista de órganos. Desde entonces, no recibí ninguna otra invitación.

Recuerdo con sorprendente claridad la noche en la que decidí exclusivizar mi vida social. Recuerdo el momento en que me pregunté qué carajo estaba haciendo yo ahí con ese dolor de pies, al lado de la puerta del baño de ese bar inmundo cuando donde quería estar de verdad, en vez de conversando a gritos y sosteniendo una copa, era en la cama. En mi cama. En el bar había luz verdosa y justo antes de mi revelación un tipo me acababa de dar un codazo para entrar en el baño (insisto en lo del baño porque espero que el lector avezado comprenda que yo era del tipo de "fiestero" que, arrastrado por la masa, acababa inevitablemente al lado de las puertas de los baños). Desde aquel preciso instante, he sido consecuente con lo que siento en cuanto a relaciones sociales. Porque aunque siempre fui así (desapariciones espontáneas en reuniones familiares, innumerables conversaciones muertas en silencios incomodísimos) hasta ese momento no me decidí a pasar a la acción de manera sistemática. De aquella noche hace más de 15 años. A estas alturas no me interesan lo más mínimo las personas huecas que estuvieron en Barcelona pero no en Madrid pero qué ganas tengo de ir, las historias banales sobre tu trabajo como ingeniero proyectista, las anécdotas de aviones perdidos pero qué buenas vacaciones ni los cotilleos sobre aquél que un día decidió que sí pero no. Para eso, prefiero estar solo, haciendo lo que sea, incluido, obviamente, nada.

Evidentemente, disfruto de la compañía de ciertas personas, y cuando el quién y el dónde coinciden, lo paladeo. Tengo la inmensa fortuna de tener amigos de la infancia, de los que la vida te elige sabiamente, con los que quiero estar. Siempre. Sin embargo, los que han entrado en este selecto club que son mis amistades lo han hecho pasando mi exclusivo e inconsciente filtro. Y yo pasando el suyo. Porque por lo general, mis nuevas amistades son también asociales. El proceso para la selección mutua no es claro, ni fijo. No es preciso hablar de Dostoievsky ni de geopolítica. No es preciso no hablar del calor que hace para ser octubre. En algunas ocasiones, no es preciso hablar. Creo que en realidad lo único que es preciso es que se genere un interés mutuo impalpable, un sentimiento de comodidad. Qué menos se le puede pedir a una amistad. Qué menos si se le está dando a la otra persona la capacidad de hacerte sufrir.

Dicho lo dicho, no es de extrañar que me haya llevado casi tres años tener a alguien a quien llamar amigo en Montpellier. Responde al nombre de Sohei, es japonés y le conocí haciéndole la entrevista para unirse a mi empresa; entrevista que pasó sin problemas. Solemos comer juntos un par de veces por semana, en los que conversamos sobre cualquier tema. Estas dos horas semanales son los límites actuales de nuestra amistad, estamos planeando encontrarnos fuera del trabajo con nuestras familias respectivas pero no creo que esto ocurra en un futuro cercano. Exactamente como debe ser.

Y cómo hizo Sohei para pasar mi filtro... Come cada día lo mismo: dos nems con arroz hervido y un yogurt desnatado o un flan. Acude a nuestras citas impolutamente vestido, con una gorra blanca que le cubre la calva, montado en una bicicleta femenina. Siempre alaba la apariencia y el olor mi tupper pero jamás ha probado lo que hay dentro. Es increíblemente educado. No es un buen conversador pero tiene un sarcasmo muy japonés, infinito. Recuerdo cierta ocasión en la que nuestra conversación divagaba sobre la insoportable levedad el ser cuando me confesó algo. Su padre, que vive con su madre, es un alcohólico en vías de recuperación, tiene cuatro perros y cuatro gatos. Me describía a este hombre como un excesivo que perdió las uñas de las manos por pasar la noche en la cima del monte Fuji, a la intemperie. Y que tuvo que ser devuelto a su casa en ambulancia por intentar hacer 200 kms en bicicleta sin preparación. En otra ocasión decidió importar desde el Congo hasta Japón un perro de raza basenji porque lo vio en un documental y le gustó. Los basenji son perros cazadores que no pueden ladrar. Emiten una especie de suspiro intenso. Por lo que parece, el animal, acostumbrado a correr sin límites, decidió focalizar su frustración adueñándose de la cocina de su amo. En su última visita a su casa a Sohei le despertaron unos ruidos provenientes de la cocina. Al ir a comprobar qué ocurría encontró a su padre, en medio de la cocina, completamente borracho, a cuatro patas imitando los suspiros basenji. Sohei reía mientras me contaba todo esto. A carcajadas. Y yo también.

Sohei iba para bailarín profesional de breakdance pero ahora se dedica exclusivamente a su familia. Vive con su mujer koreana que no habla francés y tiene un hijo de un año epiléptico al que han operado tres veces el corazón. Antes de confiarme todo esto, me contó que su padre tiene un perro mudo.

Por ese basenji, Sohei ha pasado mi exclusivo filtro y es mi amigo.

Me pregunto cómo he podido pasar yo el suyo. 

sábado, 21 de octubre de 2017

14:38

Son las 14:38 y estoy tumbado en el sofá de mi casa. Y por esos designios inexplicables del destino, en vez de estar durmiendo la siesta estoy resucitando este blog.

Antes de comenzar esta entrada he reído y he llorado (sobre todo he llorado) leyendo todo lo que escribí hace 6 años. Y he reído y he llorado (sobre todo he llorado) recordando todo lo que no he escrito en estos 6 años. Creo que es un acto de justicia que me disculpe con todos esos temas que merecieron ser escritos y que morirán conmigo. Lo siento por ellos, lo digo de corazón. En ocasiones me senté delante de la página en blanco, pero nunca encontré la serenidad o la valentía para rellenarla. Y que conste que llegué a hacer una lista con palabras clave (recuerdos, emociones, lugares) que rondaban por mi mente sobre las que quería elaborar, al menos, un par de líneas, con su sujeto y su predicado. Y tuve muchas personas que me quieren que me animaban a hacerlo. Pero no era el momento adecuado. Simple y llanamente. Porque aunque lo intenté, no salió. A todos los que me animasteis, si seguís ahí, yo sigo aquí. Gracias por esperar.

Ahora, por lo que parece, porque las palabras van fluyendo y no me ataca la melancolía, ni la pereza, ni el vértigo, ahora parece un buen momento para escribir. 

Y sí, las 14:38 (que son ya las 14:53) son más adecuadas para dormir una siesta como Dios manda, estoy de acuerdo. Pero éste es de los pocos momentos en que en mi casa se escuchan las agujas del reloj. Además, las 14:38 da la impresión de hora solemne para volver a sentir esto que siento tecleando. 

Supongo que lo primero que debo hacer es resumir sin apabullar qué pasó en mi vida tras mi escapada transoceánica. Resumiendo del modo más simple que se puede resumir: volví al redil. Lo que supone que un día lo dejé, lo cual es discutible. En fin, rapidito: encontré un puesto de científico en Dublín, donde fui evolucionando hasta obtener una plaza como profesor de universidad. Me casé con la mujer de mi vida con la que estaba absolutamente de acuerdo en no casarnos jamás. Y en Irlanda llegó Santiago, al que decidimos ofrecerle el sol que Dublín no puede dar y las posibilidades que una isla nunca tendrá. Para ello agarramos nuestros bártulos y tres vidas resueltas y nos vinimos a Montpellier donde dirijo el departamento de investigación de una empresa farmacéutica chiquitita. Y en Montpellier se nos ha unido Almudena. Y Paula aún camina conmigo, como siempre hizo. A veces un poco detrás, a veces animándome a seguir, a veces distante, a veces callada, a veces cantando, a veces riendo (llorando) sin razón, a veces de mi mano (casi nunca). Y sigue caminando conmigo. Y yo no sé cómo agradecérselo a ella, y a la vida, por este orden.

En estos 6 años se fueron personas personas a las que quise y a las que sigo queriendo mucho. Se fueron para quedarse, como es obvio. Y su lugar lo ocuparon Adrián y Eduardo y Rocío y Alberto y Ana y Hugo. Y Vera y Elsa. En este tiempo de mucha distancia la amistad me unió a las personas que están en mi corazón. En estos 6 años se crearon, se iniciaron y se apagaron relaciones. 

En estos 6 años, viajé, disfruté, reí, vine, volví, sufrí, viajé de nuevo, tuve mucho miedo, tuve mucho valor, me fui, tuve dolor, tuve alegría, tuve mucha ilusión. En estos 6 años viví. En estos 6 años monté al menos 25 muebles de Ikea. En estos 6 años mi pelo se volvió mucho más blanco. Así que sí, creo que volví al redil. Casi nada.

En fin, que cualquiera que haya pasado un día en una casa con dos niños debe saber, ahora que he presentado oficialmente a Santiago y a Almudena, que la paz no dura mucho. Así se explica que cuando se escucha el ruido de la nevera y uno siente la ineludible necesidad de escribir, lo tiene que hacer. Y eso puede ocurrir a las 14:38, por ejemplo (que son ya las 15:17). 

Paula viene con Almudena en brazos, que le sonríe cuando al fin encuentra sus ojos, como siempre. Ella le corresponde con una sonrisa, como siempre. Santiago ronca de fondo. Esta paz idílica no durará mucho más.

Lo dicho. He vuelto. Si es para quedarme o no, lo dirá el tiempo y mi capacidad para encontrar lo que quiero contaros. Y la energía que tenga para no dormir la siesta a las 14:38.

Hasta pronto.