Vivimos en un barrio muy tranquilo. Nuestra casa está muy bien situada, muy cerca de la carretera que lleva a la playa y a un cuarto de hora caminando del centro, lo cual es muy conveniente cuando Paula necesita interactuar con otros humanos adultos. La única pega es que tenemos una comisaría a unos 200 metros, así que de cuando en cuando escuchamos una sirena en la lejanía. Esto no es ningún inconveniente, excepto porque cuando Santiago se percata imita el ruido de un coche de policía amplificado por un factor de 394 más o menos, para nuestro regocijo.
Hay un parque justo enfrente de nuestro portal. Es un parque normal, con dos hileras de árboles y una fuente con cuatro chorros de agua que huele a lejía. En este parque normal ocurren las cosas normales que ocurren en los parques. Los perros hacen sus necesidades francesas, de cuando en cuando un grupito juega a la petanca y jóvenes ociosos llevan a cabo turbios tejemanejes disimulándolo bastante mal. Dentro de este parque hay un recinto equipado con juegos para niños pequeños: un par de castillitos con sus respectivos toboganes para que la chiquillería comience a fortalecer sus cervicales cuanto antes.
Como es evidente, de cuando en cuando, voy con Santiago a este parque. No ocurre tan frecuentemente como cabría creer, mi hijo tiene un intrincado sistema interno de selección para sus tiempos de ocio y cada día elige un parque distinto de la zona, en función de vete tú a saber qué criterio. El caso es que hace un par de semanas, cuando volví de trabajar, porque Mercurio estaba retrógrado o porque había merendado yogur de albaricoque, ese día quiso ir al parque de aquí al lado a jugar en los castillos.
Cuando llegamos me sorprendió encontrarme un espectáculo un tanto patético. Un grupo de padres y sus hijos que hablaban alguna lengua eslava estaba apelotonado en una esquina del recinto interior. Miraban aterrorizados como un muchacho preadolescente, pongamos 10 años, tiraba con su balón de fútbol contra los castillos, con todas su fuerzas. Y tenía bastante fuerza. Este pequeño neandertal lucía una coleta, ropa de marca y estaba acompañado de un esbirro que le celebraba la ocurrencia con una risa demasiado forzada, un poco histérica. Antes de continuar el relato debo aportar un pequeño detalle, el muchacho futbolista era de raza árabe. Los habitantes en Francia sabrán apreciar este pequeño detalle.
En fin, que llego ahí con Santiago charlando sobre la dualidad onda-corpúsculo, y nos encontramos a estos señores y sus hijos arrinconados esperando a que el muchacho sufra un calambre o tenga un apretón o algo por el estilo. Santiago, al llegar, entró en el recinto y se quedó quieto, tocándose el labio superior, observando la situación. Nada raro, es lo que hace cada vez que llega a un parque. Yo, obviamente, con mis mejores modos, le indiqué al pequeño cavernícola que podía dar a alguien y que dejase de hacer eso. Me sentí un héroe, el chico cogió su pelota y se marchó acompañado de su admirador. Los allí presentes me agradecieron muy eslavamente, con la mirada.
Pasados unos minutos, muy pocos, el muchacho coletudo volvió y se puso a tirar la pelota, con toda su soprendente fuerza, esta vez contra la valla que rodea el recinto; valla de menos de un metro de altura. En ese instante, los adultos presentes, en una decisión tan coordinada que sin duda ya había sido discutida, recogieron a sus hijos, se guardaron su dignidad y se marcharon aceptando su derrota ante la brutalidad. Todo muy eslavo. Yo, firme defensor de la razón y el civismo, le recriminé su actitud y le recordé que podía darle un pelotazo a mi hijo, que seguía tocándose el labio de arriba, pero esta vez mirándome a mí. Este pequeño error natural con coleta me replicó con dos ideas muy definidas: no estaba tirando contra el parque, estaba disparando a la valla, y estaba en su derecho de hacer lo que le diese la gana en un lugar público. Sin duda estas ideas habían sido maduradas junto a su acompañante en esos minutos de ausencia. Un plan maestro. A este primer intercambio dialéctico siguió un interesante debate en el que yo intenté hacerle razonar sobre los límites de la libertad individual. Este pobre melenudo no salía de su argumentario, a cada una de mis ideas respondía alternativamente "es la valla" y "soy libre". Y mientras hablábamos no dejaba de dar balonazos, su acompañante reía y Santiago se tocaba el labio. Mi tono fue subiendo, porque tan defensor de la razón soy que pensaba que este papanatas quizá requería un cambio de registro para activar su cerebro y comprender un razonamiento tan simple. No me enorgullezco de decir que mis últimos ejemplos para demostrar la idiotez de sus ideas fueron: "yo también soy libre pero no por eso me pongo a cagar aquí" (chier es cagar en francés) y "qué te parece si bajo con una pistola de mi casa y me pongo a disparar a tu alrededor, sin darte".
Fue más o menos en ese momento cuando una pareja de mujeres (pequeño detalle, árabes) pasaron por nuestro lado. Obviamente, llamamos su atención. Una de ellas le preguntó al ser involucionado, al que parecía conocer, si había algún problema, mirándome a mí. Yo le expliqué la situación mientras el coletas ponía cara de bueno y Santiago se tocaba el labio. Para mi sorpresa, o no, la respuesta de esta buena mujer fue triple:
- al menos está haciendo deporte.
- pues yo prefiero esto a la gente que trae a sus perros a hacer caca y llena todo de basura.
- usted es de por aquí... porque no le he visto nunca.
Y se marchó. Y con ella mis esperanzas de que un mediador pudiese hacer entender a ese chico que su actitud no era adecuada y, puestos a soñar, que me presentase excusas.
La situación no dio para mucho más. El chico coletudo y su complaciente compadre continuaron en lo mismo, enrocados en su posición de semisimios. Comenzaron a imitarme y ridiculizar mi voz ante mis últimos intentos de hacerles comprender que actuando así les esperaba una vida de delincuencia y sufrimiento. Cuando se cansaron de humillarme se marcharon a seguir con sus inútiles existencias. Entonces Santiago decidió que no quería jugar en el parque y nosotros también nos fuimos.
Más allá de alterarme y confirmarme que el ser humano está condenado a una extinción muy dolorosa y muy merecida, esta situación me preocupó. Por Santiago. Evidentemente, la lección que quería darle sobre cómo con la razón se puede convencer incluso a un preadolescente con coleta fue un total fracaso. En estos días he llegado a preguntarme si, en contra de mi naturaleza pacífica (y cobarde), no debería haberle enseñado a mi hijo que cuando la superioridad intelectual no es suficiente hay que utilizar la superioridad física. Si no debería haber rajado el balón, haberle metido la coleta al tonto a las tres en la fuente con olor a lejía y haberme cagado en el parque para mostrarle que para chulo, mi pirulo. Me preocupaba también que Santiago dedujera de todo ello que a personajes como ese proyecto de estúpido había que tenerles miedo, al estilo eslavo.
Ayer bajamos de nuevo al mismo parque. Allí estaban ese chico, su balón y su coleta. Me reconfortó mucho que Santiago, muy contento, me dijo: "la nena", señalando al muchacho. "Juega al fútbol", me explicó. Como no podía ser de otra manera, este pequeño idiota le pegó un pelotazo a la valla. Nos miramos. Le dije: "otra vez no, por favor". Y se marchó. Vete tú a saber por qué, pero se marchó. Poco me importa, esta vez gané yo. Y para mi tranquilidad, Santiago lo vio todo, tocándose el labio.
Hay un parque justo enfrente de nuestro portal. Es un parque normal, con dos hileras de árboles y una fuente con cuatro chorros de agua que huele a lejía. En este parque normal ocurren las cosas normales que ocurren en los parques. Los perros hacen sus necesidades francesas, de cuando en cuando un grupito juega a la petanca y jóvenes ociosos llevan a cabo turbios tejemanejes disimulándolo bastante mal. Dentro de este parque hay un recinto equipado con juegos para niños pequeños: un par de castillitos con sus respectivos toboganes para que la chiquillería comience a fortalecer sus cervicales cuanto antes.
Como es evidente, de cuando en cuando, voy con Santiago a este parque. No ocurre tan frecuentemente como cabría creer, mi hijo tiene un intrincado sistema interno de selección para sus tiempos de ocio y cada día elige un parque distinto de la zona, en función de vete tú a saber qué criterio. El caso es que hace un par de semanas, cuando volví de trabajar, porque Mercurio estaba retrógrado o porque había merendado yogur de albaricoque, ese día quiso ir al parque de aquí al lado a jugar en los castillos.
Cuando llegamos me sorprendió encontrarme un espectáculo un tanto patético. Un grupo de padres y sus hijos que hablaban alguna lengua eslava estaba apelotonado en una esquina del recinto interior. Miraban aterrorizados como un muchacho preadolescente, pongamos 10 años, tiraba con su balón de fútbol contra los castillos, con todas su fuerzas. Y tenía bastante fuerza. Este pequeño neandertal lucía una coleta, ropa de marca y estaba acompañado de un esbirro que le celebraba la ocurrencia con una risa demasiado forzada, un poco histérica. Antes de continuar el relato debo aportar un pequeño detalle, el muchacho futbolista era de raza árabe. Los habitantes en Francia sabrán apreciar este pequeño detalle.
En fin, que llego ahí con Santiago charlando sobre la dualidad onda-corpúsculo, y nos encontramos a estos señores y sus hijos arrinconados esperando a que el muchacho sufra un calambre o tenga un apretón o algo por el estilo. Santiago, al llegar, entró en el recinto y se quedó quieto, tocándose el labio superior, observando la situación. Nada raro, es lo que hace cada vez que llega a un parque. Yo, obviamente, con mis mejores modos, le indiqué al pequeño cavernícola que podía dar a alguien y que dejase de hacer eso. Me sentí un héroe, el chico cogió su pelota y se marchó acompañado de su admirador. Los allí presentes me agradecieron muy eslavamente, con la mirada.
Pasados unos minutos, muy pocos, el muchacho coletudo volvió y se puso a tirar la pelota, con toda su soprendente fuerza, esta vez contra la valla que rodea el recinto; valla de menos de un metro de altura. En ese instante, los adultos presentes, en una decisión tan coordinada que sin duda ya había sido discutida, recogieron a sus hijos, se guardaron su dignidad y se marcharon aceptando su derrota ante la brutalidad. Todo muy eslavo. Yo, firme defensor de la razón y el civismo, le recriminé su actitud y le recordé que podía darle un pelotazo a mi hijo, que seguía tocándose el labio de arriba, pero esta vez mirándome a mí. Este pequeño error natural con coleta me replicó con dos ideas muy definidas: no estaba tirando contra el parque, estaba disparando a la valla, y estaba en su derecho de hacer lo que le diese la gana en un lugar público. Sin duda estas ideas habían sido maduradas junto a su acompañante en esos minutos de ausencia. Un plan maestro. A este primer intercambio dialéctico siguió un interesante debate en el que yo intenté hacerle razonar sobre los límites de la libertad individual. Este pobre melenudo no salía de su argumentario, a cada una de mis ideas respondía alternativamente "es la valla" y "soy libre". Y mientras hablábamos no dejaba de dar balonazos, su acompañante reía y Santiago se tocaba el labio. Mi tono fue subiendo, porque tan defensor de la razón soy que pensaba que este papanatas quizá requería un cambio de registro para activar su cerebro y comprender un razonamiento tan simple. No me enorgullezco de decir que mis últimos ejemplos para demostrar la idiotez de sus ideas fueron: "yo también soy libre pero no por eso me pongo a cagar aquí" (chier es cagar en francés) y "qué te parece si bajo con una pistola de mi casa y me pongo a disparar a tu alrededor, sin darte".
Fue más o menos en ese momento cuando una pareja de mujeres (pequeño detalle, árabes) pasaron por nuestro lado. Obviamente, llamamos su atención. Una de ellas le preguntó al ser involucionado, al que parecía conocer, si había algún problema, mirándome a mí. Yo le expliqué la situación mientras el coletas ponía cara de bueno y Santiago se tocaba el labio. Para mi sorpresa, o no, la respuesta de esta buena mujer fue triple:
- al menos está haciendo deporte.
- pues yo prefiero esto a la gente que trae a sus perros a hacer caca y llena todo de basura.
- usted es de por aquí... porque no le he visto nunca.
Y se marchó. Y con ella mis esperanzas de que un mediador pudiese hacer entender a ese chico que su actitud no era adecuada y, puestos a soñar, que me presentase excusas.
La situación no dio para mucho más. El chico coletudo y su complaciente compadre continuaron en lo mismo, enrocados en su posición de semisimios. Comenzaron a imitarme y ridiculizar mi voz ante mis últimos intentos de hacerles comprender que actuando así les esperaba una vida de delincuencia y sufrimiento. Cuando se cansaron de humillarme se marcharon a seguir con sus inútiles existencias. Entonces Santiago decidió que no quería jugar en el parque y nosotros también nos fuimos.
Más allá de alterarme y confirmarme que el ser humano está condenado a una extinción muy dolorosa y muy merecida, esta situación me preocupó. Por Santiago. Evidentemente, la lección que quería darle sobre cómo con la razón se puede convencer incluso a un preadolescente con coleta fue un total fracaso. En estos días he llegado a preguntarme si, en contra de mi naturaleza pacífica (y cobarde), no debería haberle enseñado a mi hijo que cuando la superioridad intelectual no es suficiente hay que utilizar la superioridad física. Si no debería haber rajado el balón, haberle metido la coleta al tonto a las tres en la fuente con olor a lejía y haberme cagado en el parque para mostrarle que para chulo, mi pirulo. Me preocupaba también que Santiago dedujera de todo ello que a personajes como ese proyecto de estúpido había que tenerles miedo, al estilo eslavo.
Ayer bajamos de nuevo al mismo parque. Allí estaban ese chico, su balón y su coleta. Me reconfortó mucho que Santiago, muy contento, me dijo: "la nena", señalando al muchacho. "Juega al fútbol", me explicó. Como no podía ser de otra manera, este pequeño idiota le pegó un pelotazo a la valla. Nos miramos. Le dije: "otra vez no, por favor". Y se marchó. Vete tú a saber por qué, pero se marchó. Poco me importa, esta vez gané yo. Y para mi tranquilidad, Santiago lo vio todo, tocándose el labio.