sábado, 28 de octubre de 2017

La nena

Vivimos en un barrio muy tranquilo. Nuestra casa está muy bien situada, muy cerca de la carretera que lleva a la playa y a un cuarto de hora caminando del centro, lo cual es muy conveniente cuando Paula necesita interactuar con otros humanos adultos. La única pega es que tenemos una comisaría a unos 200 metros, así que de cuando en cuando escuchamos una sirena en la lejanía. Esto no es ningún inconveniente, excepto porque cuando Santiago se percata imita el ruido de un coche de policía amplificado por un factor de 394 más o menos, para nuestro regocijo.

Hay un parque justo enfrente de nuestro portal. Es un parque normal, con dos hileras de árboles y una fuente con cuatro chorros de agua que huele a lejía. En este parque normal ocurren las cosas normales que ocurren en los parques. Los perros hacen sus necesidades francesas, de cuando en cuando un grupito juega a la petanca y jóvenes ociosos llevan a cabo turbios tejemanejes disimulándolo bastante mal. Dentro de este parque hay un recinto equipado con juegos para niños pequeños: un par de castillitos con sus respectivos toboganes para que la chiquillería comience a fortalecer sus cervicales cuanto antes.

Como es evidente, de cuando en cuando, voy con Santiago a este parque. No ocurre tan frecuentemente como cabría creer, mi hijo tiene un intrincado sistema interno de selección para sus tiempos de ocio y cada día elige un parque distinto de la zona, en función de vete tú a saber qué criterio. El caso es que hace un par de semanas, cuando volví de trabajar, porque Mercurio estaba retrógrado o porque había merendado yogur de albaricoque, ese día quiso ir al parque de aquí al lado a jugar en los castillos.

Cuando llegamos me sorprendió encontrarme un espectáculo un tanto patético. Un grupo de padres y sus hijos que hablaban alguna lengua eslava estaba apelotonado en una esquina del recinto interior. Miraban aterrorizados como un muchacho preadolescente, pongamos 10 años, tiraba con su balón de fútbol contra los castillos, con todas su fuerzas. Y tenía bastante fuerza. Este pequeño neandertal lucía una coleta, ropa de marca y estaba acompañado de un esbirro que le celebraba la ocurrencia con una risa demasiado forzada, un poco histérica. Antes de continuar el relato debo aportar un pequeño detalle, el muchacho futbolista era de raza árabe. Los habitantes en Francia sabrán apreciar este pequeño detalle.

En fin, que llego ahí con Santiago charlando sobre la dualidad onda-corpúsculo, y nos encontramos a estos señores y sus hijos arrinconados esperando a que el muchacho sufra un calambre o tenga un apretón o algo por el estilo. Santiago, al llegar, entró en el recinto y se quedó quieto, tocándose el labio superior, observando la situación. Nada raro, es lo que hace cada vez que llega a un parque. Yo, obviamente, con mis mejores modos, le indiqué al pequeño cavernícola que podía dar a alguien y que dejase de hacer eso. Me sentí un héroe, el chico cogió su pelota y se marchó acompañado de su admirador. Los allí presentes me agradecieron muy eslavamente, con la mirada.

Pasados unos minutos, muy pocos, el muchacho coletudo volvió y se puso a tirar la pelota, con toda su soprendente fuerza, esta vez contra la valla que rodea el recinto; valla de menos de un metro de altura. En ese instante, los adultos presentes, en una decisión tan coordinada que sin duda ya había sido discutida, recogieron a sus hijos, se guardaron su dignidad y se marcharon aceptando su derrota ante la brutalidad. Todo muy eslavo. Yo, firme defensor de la razón y el civismo, le recriminé su actitud y le recordé que podía darle un pelotazo a mi hijo, que seguía tocándose el labio de arriba, pero esta vez mirándome a mí. Este pequeño error natural con coleta me replicó con dos ideas muy definidas: no estaba tirando contra el parque, estaba disparando a la valla, y estaba en su derecho de hacer lo que le diese la gana en un lugar público. Sin duda estas ideas habían sido maduradas junto a su acompañante en esos minutos de ausencia. Un plan maestro. A este primer intercambio dialéctico siguió un interesante debate en el que yo intenté hacerle razonar sobre los límites de la libertad individual. Este pobre melenudo no salía de su argumentario, a cada una de mis ideas respondía alternativamente "es la valla" y "soy libre". Y mientras hablábamos no dejaba de dar balonazos, su acompañante reía y Santiago se tocaba el labio. Mi tono fue subiendo, porque tan defensor de la razón soy que pensaba que este papanatas quizá requería un cambio de registro para activar su cerebro y comprender un razonamiento tan simple. No me enorgullezco de decir que mis últimos ejemplos para demostrar la idiotez de sus ideas fueron: "yo también soy libre pero no por eso me pongo a cagar aquí" (chier es cagar en francés) y "qué te parece si bajo con una pistola de mi casa y me pongo a disparar a tu alrededor, sin darte".

Fue más o menos en ese momento cuando una pareja de mujeres (pequeño detalle, árabes) pasaron por nuestro lado. Obviamente, llamamos su atención. Una de ellas le preguntó al ser involucionado, al que parecía conocer, si había algún problema, mirándome a mí. Yo le expliqué la situación mientras el coletas ponía cara de bueno y Santiago se tocaba el labio. Para mi sorpresa, o no, la respuesta de esta buena mujer fue triple:
- al menos está haciendo deporte.
- pues yo prefiero esto a la gente que trae a sus perros a hacer caca y llena todo de basura.
- usted es de por aquí... porque no le he visto nunca.
Y se marchó. Y con ella mis esperanzas de que un mediador pudiese hacer entender a ese chico que su actitud no era adecuada y, puestos a soñar, que me presentase excusas.

La situación no dio para mucho más. El chico coletudo y su complaciente compadre continuaron en lo mismo, enrocados en su posición de semisimios. Comenzaron a imitarme y ridiculizar mi voz ante mis últimos intentos de hacerles comprender que actuando así les esperaba una vida de delincuencia y sufrimiento. Cuando se cansaron de humillarme se marcharon a seguir con sus inútiles existencias. Entonces Santiago decidió que no quería jugar en el parque y nosotros también nos fuimos.

Más allá de alterarme y confirmarme que el ser humano está condenado a una extinción muy dolorosa y muy merecida, esta situación me preocupó. Por Santiago. Evidentemente, la lección que quería darle sobre cómo con la razón se puede convencer incluso a un preadolescente con coleta fue un total fracaso. En estos días he llegado a preguntarme si, en contra de mi naturaleza pacífica (y cobarde), no debería haberle enseñado a mi hijo que cuando la superioridad intelectual no es suficiente hay que utilizar la superioridad física. Si no debería haber rajado el balón, haberle metido la coleta al tonto a las tres en la fuente con olor a lejía y haberme cagado en el parque para mostrarle que para chulo, mi pirulo. Me preocupaba también que Santiago dedujera de todo ello que a personajes como ese proyecto de estúpido había que tenerles miedo, al estilo eslavo.

Ayer bajamos de nuevo al mismo parque. Allí estaban ese chico, su balón y su coleta. Me reconfortó mucho que Santiago, muy contento, me dijo: "la nena", señalando al muchacho. "Juega al fútbol", me explicó. Como no podía ser de otra manera, este pequeño idiota le pegó un pelotazo a la valla. Nos miramos. Le dije: "otra vez no, por favor". Y se marchó. Vete tú a saber por qué, pero se marchó. Poco me importa, esta vez gané yo. Y para mi tranquilidad, Santiago lo vio todo, tocándose el labio.



domingo, 22 de octubre de 2017

Basenji

Soy un asocial. O mejor dicho, me he convertido un exclusivo social. Un sibarita. Lo admito sin ningún rubor, aquí y ante invitaciones a eventos sociales que no me interesan en absoluto. Gracias por la invitación, pero es que soy asocial (siempre es más fácil decir esto a explicar que la compañía de mi interlocutor no me interesa en absoluto). Generalmente recibo una cara de incredulidad como respuesta. Es muy común que a mi alrededor se confunda mi amabilidad y mis ganas de hacer sonreír a los demás con una sociabilidad que, como digo, perdí hace ya mucho tiempo. Así que me veo obligado a explicar, con toda la vaguedad que me es posible, que me gusta mucho estar solo, que no soy muy sociable, que me estoy volviendo un poco autista con la edad...

En Irlanda, en una tarde cualquiera en la que seguramente estaba procrastinando delante de mi ordenador, se me acercaron solemnes y silenciosos tres compañeros de trabajo . Se colocaron muy serios y muy ordenados en la puerta del despacho, dejando claro que de ahí no iba a escapar (táctica a la que recurro frecuentemente: ir a buscar una urgencia, un olvido, siempre lejano, ante la potencialidad de una conversación indeseada). Este ataque frontal, calculado e inesperado hizo que se me encendieran las alarmas. Queremos saber si tienes un problema con nosotros, me dijo una de ellas, una pánfila de nivel extremo. Nunca vienes a hacer nada cuando te invitamos. Yo, aliviado porque creía que había incendiado el laboratorio o que me iban a comunicar alguna muerte, solo pude responder con una pequeña carcajada. No, no sois vosotros, soy yo. Me gusta mucho estar solo, no soy muy sociable, me estoy volviendo un poco autista con la edad... Creo que les decepcioné, quizá esperaban una confesión desgarradora sobre una doble vida como contrabandista de órganos. Desde entonces, no recibí ninguna otra invitación.

Recuerdo con sorprendente claridad la noche en la que decidí exclusivizar mi vida social. Recuerdo el momento en que me pregunté qué carajo estaba haciendo yo ahí con ese dolor de pies, al lado de la puerta del baño de ese bar inmundo cuando donde quería estar de verdad, en vez de conversando a gritos y sosteniendo una copa, era en la cama. En mi cama. En el bar había luz verdosa y justo antes de mi revelación un tipo me acababa de dar un codazo para entrar en el baño (insisto en lo del baño porque espero que el lector avezado comprenda que yo era del tipo de "fiestero" que, arrastrado por la masa, acababa inevitablemente al lado de las puertas de los baños). Desde aquel preciso instante, he sido consecuente con lo que siento en cuanto a relaciones sociales. Porque aunque siempre fui así (desapariciones espontáneas en reuniones familiares, innumerables conversaciones muertas en silencios incomodísimos) hasta ese momento no me decidí a pasar a la acción de manera sistemática. De aquella noche hace más de 15 años. A estas alturas no me interesan lo más mínimo las personas huecas que estuvieron en Barcelona pero no en Madrid pero qué ganas tengo de ir, las historias banales sobre tu trabajo como ingeniero proyectista, las anécdotas de aviones perdidos pero qué buenas vacaciones ni los cotilleos sobre aquél que un día decidió que sí pero no. Para eso, prefiero estar solo, haciendo lo que sea, incluido, obviamente, nada.

Evidentemente, disfruto de la compañía de ciertas personas, y cuando el quién y el dónde coinciden, lo paladeo. Tengo la inmensa fortuna de tener amigos de la infancia, de los que la vida te elige sabiamente, con los que quiero estar. Siempre. Sin embargo, los que han entrado en este selecto club que son mis amistades lo han hecho pasando mi exclusivo e inconsciente filtro. Y yo pasando el suyo. Porque por lo general, mis nuevas amistades son también asociales. El proceso para la selección mutua no es claro, ni fijo. No es preciso hablar de Dostoievsky ni de geopolítica. No es preciso no hablar del calor que hace para ser octubre. En algunas ocasiones, no es preciso hablar. Creo que en realidad lo único que es preciso es que se genere un interés mutuo impalpable, un sentimiento de comodidad. Qué menos se le puede pedir a una amistad. Qué menos si se le está dando a la otra persona la capacidad de hacerte sufrir.

Dicho lo dicho, no es de extrañar que me haya llevado casi tres años tener a alguien a quien llamar amigo en Montpellier. Responde al nombre de Sohei, es japonés y le conocí haciéndole la entrevista para unirse a mi empresa; entrevista que pasó sin problemas. Solemos comer juntos un par de veces por semana, en los que conversamos sobre cualquier tema. Estas dos horas semanales son los límites actuales de nuestra amistad, estamos planeando encontrarnos fuera del trabajo con nuestras familias respectivas pero no creo que esto ocurra en un futuro cercano. Exactamente como debe ser.

Y cómo hizo Sohei para pasar mi filtro... Come cada día lo mismo: dos nems con arroz hervido y un yogurt desnatado o un flan. Acude a nuestras citas impolutamente vestido, con una gorra blanca que le cubre la calva, montado en una bicicleta femenina. Siempre alaba la apariencia y el olor mi tupper pero jamás ha probado lo que hay dentro. Es increíblemente educado. No es un buen conversador pero tiene un sarcasmo muy japonés, infinito. Recuerdo cierta ocasión en la que nuestra conversación divagaba sobre la insoportable levedad el ser cuando me confesó algo. Su padre, que vive con su madre, es un alcohólico en vías de recuperación, tiene cuatro perros y cuatro gatos. Me describía a este hombre como un excesivo que perdió las uñas de las manos por pasar la noche en la cima del monte Fuji, a la intemperie. Y que tuvo que ser devuelto a su casa en ambulancia por intentar hacer 200 kms en bicicleta sin preparación. En otra ocasión decidió importar desde el Congo hasta Japón un perro de raza basenji porque lo vio en un documental y le gustó. Los basenji son perros cazadores que no pueden ladrar. Emiten una especie de suspiro intenso. Por lo que parece, el animal, acostumbrado a correr sin límites, decidió focalizar su frustración adueñándose de la cocina de su amo. En su última visita a su casa a Sohei le despertaron unos ruidos provenientes de la cocina. Al ir a comprobar qué ocurría encontró a su padre, en medio de la cocina, completamente borracho, a cuatro patas imitando los suspiros basenji. Sohei reía mientras me contaba todo esto. A carcajadas. Y yo también.

Sohei iba para bailarín profesional de breakdance pero ahora se dedica exclusivamente a su familia. Vive con su mujer koreana que no habla francés y tiene un hijo de un año epiléptico al que han operado tres veces el corazón. Antes de confiarme todo esto, me contó que su padre tiene un perro mudo.

Por ese basenji, Sohei ha pasado mi exclusivo filtro y es mi amigo.

Me pregunto cómo he podido pasar yo el suyo. 

sábado, 21 de octubre de 2017

14:38

Son las 14:38 y estoy tumbado en el sofá de mi casa. Y por esos designios inexplicables del destino, en vez de estar durmiendo la siesta estoy resucitando este blog.

Antes de comenzar esta entrada he reído y he llorado (sobre todo he llorado) leyendo todo lo que escribí hace 6 años. Y he reído y he llorado (sobre todo he llorado) recordando todo lo que no he escrito en estos 6 años. Creo que es un acto de justicia que me disculpe con todos esos temas que merecieron ser escritos y que morirán conmigo. Lo siento por ellos, lo digo de corazón. En ocasiones me senté delante de la página en blanco, pero nunca encontré la serenidad o la valentía para rellenarla. Y que conste que llegué a hacer una lista con palabras clave (recuerdos, emociones, lugares) que rondaban por mi mente sobre las que quería elaborar, al menos, un par de líneas, con su sujeto y su predicado. Y tuve muchas personas que me quieren que me animaban a hacerlo. Pero no era el momento adecuado. Simple y llanamente. Porque aunque lo intenté, no salió. A todos los que me animasteis, si seguís ahí, yo sigo aquí. Gracias por esperar.

Ahora, por lo que parece, porque las palabras van fluyendo y no me ataca la melancolía, ni la pereza, ni el vértigo, ahora parece un buen momento para escribir. 

Y sí, las 14:38 (que son ya las 14:53) son más adecuadas para dormir una siesta como Dios manda, estoy de acuerdo. Pero éste es de los pocos momentos en que en mi casa se escuchan las agujas del reloj. Además, las 14:38 da la impresión de hora solemne para volver a sentir esto que siento tecleando. 

Supongo que lo primero que debo hacer es resumir sin apabullar qué pasó en mi vida tras mi escapada transoceánica. Resumiendo del modo más simple que se puede resumir: volví al redil. Lo que supone que un día lo dejé, lo cual es discutible. En fin, rapidito: encontré un puesto de científico en Dublín, donde fui evolucionando hasta obtener una plaza como profesor de universidad. Me casé con la mujer de mi vida con la que estaba absolutamente de acuerdo en no casarnos jamás. Y en Irlanda llegó Santiago, al que decidimos ofrecerle el sol que Dublín no puede dar y las posibilidades que una isla nunca tendrá. Para ello agarramos nuestros bártulos y tres vidas resueltas y nos vinimos a Montpellier donde dirijo el departamento de investigación de una empresa farmacéutica chiquitita. Y en Montpellier se nos ha unido Almudena. Y Paula aún camina conmigo, como siempre hizo. A veces un poco detrás, a veces animándome a seguir, a veces distante, a veces callada, a veces cantando, a veces riendo (llorando) sin razón, a veces de mi mano (casi nunca). Y sigue caminando conmigo. Y yo no sé cómo agradecérselo a ella, y a la vida, por este orden.

En estos 6 años se fueron personas personas a las que quise y a las que sigo queriendo mucho. Se fueron para quedarse, como es obvio. Y su lugar lo ocuparon Adrián y Eduardo y Rocío y Alberto y Ana y Hugo. Y Vera y Elsa. En este tiempo de mucha distancia la amistad me unió a las personas que están en mi corazón. En estos 6 años se crearon, se iniciaron y se apagaron relaciones. 

En estos 6 años, viajé, disfruté, reí, vine, volví, sufrí, viajé de nuevo, tuve mucho miedo, tuve mucho valor, me fui, tuve dolor, tuve alegría, tuve mucha ilusión. En estos 6 años viví. En estos 6 años monté al menos 25 muebles de Ikea. En estos 6 años mi pelo se volvió mucho más blanco. Así que sí, creo que volví al redil. Casi nada.

En fin, que cualquiera que haya pasado un día en una casa con dos niños debe saber, ahora que he presentado oficialmente a Santiago y a Almudena, que la paz no dura mucho. Así se explica que cuando se escucha el ruido de la nevera y uno siente la ineludible necesidad de escribir, lo tiene que hacer. Y eso puede ocurrir a las 14:38, por ejemplo (que son ya las 15:17). 

Paula viene con Almudena en brazos, que le sonríe cuando al fin encuentra sus ojos, como siempre. Ella le corresponde con una sonrisa, como siempre. Santiago ronca de fondo. Esta paz idílica no durará mucho más.

Lo dicho. He vuelto. Si es para quedarme o no, lo dirá el tiempo y mi capacidad para encontrar lo que quiero contaros. Y la energía que tenga para no dormir la siesta a las 14:38.

Hasta pronto.