martes, 26 de diciembre de 2017

Adiós muchachos compañeros de mi vida

A las 18:30 debemos salir al aeropuerto, nos vamos a Argentina a pasar unas semanas con la familia transoceánica. Llevamos planeando este viaje semanas, meses. Hasta hace dos días no nos dimos cuenta de que el tiempo de tránsito que tenemos en Charles de Gaulle entre el vuelo que nos lleva de Montpellier y el que va a Buenos Aires es de una hora escasa. Ese aeropuerto es una ciudad, con sus trenes internos entre terminales... dice la leyenda que hay almas que moran por sus pasillos buscando su conexión a Sao Paulo. Yo le digo a Paula muy convencido que sí, claro, que nos van a esperar. Cómo no nos van a esperar. Ejem.

Nos queda un rato para salir y a mí me da por ponerme a escribir ahora, porque el vuelo sale a las 20:45 y llevo mirando el reloj todo el día, esperando el momento de marcharnos. Y el momento no llega, y el reloj no avanza y ya no sé qué hacer, después de tres crucigramas blancos de Mambrino y de comprobar seis veces que sí, que llevamos un boli y unos calzones para Santiago por si las moscas. He repasado varias veces la lista de cosas por hacer antes de salir y no cambia; lo único que falta es tirar la basura y quitar la luz. Escribo desde el salón que tiene ya todas las persianas bajadas. Las maletas llevan horas en el coche.  Los vuelos por la noche deberían estar prohibidos para los ansiosos como yo.

A las 17:08 Almudena ha vomitado toda la leche que había tomado junto con el paracetamol que le habíamos dado para que se sintiera mejor. Porque mi pequeña, que hasta hoy ha demostrado ser una roca, ha decidido ponerse enferma. Por primera vez en su vida. 37.2, 37.7, esta mañana 38.2. En un acuerdo tácito hemos decidido no medir la temperatura de nuevo. Ella tose como si se hubiese fumado tres cajas de Ducados. Recuerdo cuánto he criticado a mi madre por mandarnos al colegio con fiebre. Se queda en modo principiante. Esta súbita enfermedad era algo que cualquier padre sabe que va a ocurrir. Nada sorprendente, todo en orden. Que Dios bendiga a quien nos toque al lado en el avión.

Paula ha entrado en modo viaje, para ser más exactos, en modo viaje a Argentina. Se pone así como seria como triste, con cara y tono de no me hables. Santiago y yo, que somos insensibles a los mensajes subliminales femeninos hablamos y preguntamos sinsentidos. El volcán islandés aquél que paralizó Europa se queda en un mecherito al lado de esta mujer cuando responde. Sé bien que cuando pise su tierra y vea a su gente le volverá la alegría. A ratos, claro. Hasta entonces, que no se nos ponga por delante nadie en Charles de Gaulle porque puede salir malherido. Metro y medio de pantera es mi señora cuando tiene prisa.

Santiago es el único por el momento que mantiene el tipo y la alegría ante el viaje. Sabe muy bien que va a montar en un avión grande y después en uno MUY grande. Me acaba de decir mientras le bañaba que el avión debe ser muy fuerte para saltar el mar. Está un poco ansioso y tampoco sabe qué hacer para pasar el tiempo, está jugando con los 35, porque son 35, coches que le trajo Papá Noël. Ha hecho un atasco gigante que recoge en este instante. Es la tercera vez que lo hace hoy. Al menos parece que finalmente ha decidido que su equipaje de mano van a ser dos jirafas y un libro. La excavadora se queda en casa. Que no crezca jamás.

Y en fin, que tenía la esperanza de comerle una hora al reloj escribiendo lo primero que se viniera a la mente pero no le he comido ni media. Y ya no sé muy bien de qué hablar aparte de que me esperan 38 grados a la sombra y medio cordero y un lechón como menú de bienvenida. Y mucho cariño y poco reposo. Que descansen los débiles.

Quedan 40 minutos para salir y ya no resisto más. Ha llegado el momento de tirar la basura. Era mi última esperanza para que el tiempo pasara pero ya no puedo más. No sé cuánto aguantaré antes de quitar la luz. Almudena llora de nuevo. Hermoso panorama. Nos vamos a Sinquina (Argentina en santiaguil). Hasta el año que viene, queridos.

Nota post-entrada: El vuelo que nos tenía que llevar de Montpellier a París fue retrasado inicialmente y finalmente cancelado. Al final voy a tener que empezar a creer en premoniciones. Escribo de nuevo desde casa, volaremos hoy vía Amsterdam. Recomenzamos la marcha atrás; lo bueno es que estamos generando basura de nuevo y dentro de un rato tendré algo para hacer.


sábado, 16 de diciembre de 2017

La emigración

Todos los vehículos pasan un control policial cuando salen del ferry que les ha llevado desde Irlanda hasta Francia. Es mi deber como contribuyente del estado francés denunciar que dicho control es algo inútil. Hace más o menos tres años, cuando nos pararon allí, el agente que nos atendió se encontró con el siguiente panorama: Un Toyota Auris de tres puertas en el que iban el conductor (servidor) y en el asiento de pasajeros una hermosa joven (mi señora) con su bebé de dos meses en brazos (Santiago). Hasta ahí nada raro. El caso es que entre Paula y yo, en lo que se supone que debería ser un reposabrazos, había una maleta que hacía bastante complicado el cambio de marchas. A los pies de Paula había dos bolsas y entre ella y su ventanilla había algún otro bulto, vete tú a saber qué. Indudablemente, el mate también andaba por ahí danzando. En los asientos traseros podía haber un par de toneladas métricas de equipaje que evidentemente impedían la visión por el retrovisor. Nunca he sido muy habilidoso en cuestiones de ingeniería, pero me las arreglé para que en medio de esa masa informe de trastos quedase un hueco para poder tumbar a Santiago de cuando en cuando. Ni que decir tiene que jamás le metimos ahí. Pese a estar violando simultáneamente varias leyes de circulación vial, nos dejaron pasar sin mayor problema. 

"Usted sabe que no puede circular así" me dijo el gendarme al devolverme los documentos con cara de estás fatal de lo tuyo. Claro que no, nos vamos a parar ahí delante para organizarlo todo, le dije con mi tono más convincente. Recogí nuestros pasaportes y salí volando. Efectivamente, nos paramos ahí adelante; concretamente unos 800 kilómetros adelante, después de cruzar Francia entera. Antes de arrancar, tuve la tentación de decirle que no debía preocuparse por Santiago, que había un huequito para él en los asientos de atrás entre tres maletas y debajo de una caja, bien protegidito, que no estábamos tan locos para circular con él en brazos. Por fortuna, callé. No imagino qué habría pasado si ese buen francés nos hubiese hecho reorganizar nuestro equipaje delante de él. Cuando se abría el maletero salía disparado un paquete con una alfombra en la que juega hoy Almudena. Y cuando digo disparado, es disparado. Ese coche era un agujero negro móvil, jamás hubo tanta acumulación de materia en movimiento. 

Lo peor de todo es que no llevábamos todo lo que queríamos. Empaquetando nuestras cosas, llenamos un montón de cajas para que fueran transportadas desde nuestra casa en Dublín hasta mi trabajo en Montpellier. Del transporte se encargó un contacto que me consiguió un conocido. Solo tuve que llamarle y al día siguiente, previa transferencia de muchísimo menos dinero de lo que me cobraba cualquier otra empresa, se presentó en mi casa un irlandés en gabardina que actuaba de un modo muy irlandés. Como tal, hablaba exclusivamente del tiempo, que era muy frío y muy lluvioso, como desde el día en que nació. Vino este hombre con un camión vacío conducido por un compañero que no abrió la boca. Le garabateé la dirección de entrega en Francia y se despidió con una sonrisa muy irlandesa y todas mis pertenencias en esta vida. Muy responsable por mi parte. Afortunadamente, las cajas aparecieron exactamente el día que habíamos acordado. Lo dicho, por redundar, todo muy irlandés. En fin, que me pierdo, haciendo mis estimaciones mientras llenábamos las cajas calculé la cantidad de equipaje que cabría en el Auris para hacer un viaje confortable. Como ya he dicho, lo mío no es la ingeniería. Antes de salir hacia el ferry dejamos en el portal de Edu y Gracia en Dublín un aloe vera elegantísimo en una maceta gigante, un balancín de Santiago, un bote de Cola-Cao y otros 57 objetos que me pregunto dónde tenía pensado meter.

Antes de llegar al puesto fronterizo con Francia el viaje no había sido fácil. El ferry salió con unas cuantas horas de retraso porque el mar estaba muy picado. La espera la pasamos tan dignamente como pudimos, con un frío de mil demonios, entre la calefacción del coche y un edificio del puerto en el que no había el menor entretenimiento. La última foto que nos tomamos en Irlanda es en el interior ese edificio, haciendo tiempo. En dicha foto, un extraño montaje a nuestras espaldas muestra a la ola de Hokusai engullendo a una familia de bañistas que está construyendo la Sagrada Familia en la playa. Conmovedora imagen, y muy adecuada cuando uno se dispone a cruzar el Canal de la Mancha. 


Las noticias del estado del mar tuvieron un efecto fatal sobre mi estado de ánimo. Llevaba yo tiempo amedrentado ante la travesía después de la experiencia de mi hermana, que había hecho el mismo trayecto un tiempo antes. Ella y todos sus hijos se pasaron vomitando toda la noche. "Reza para que el mar esté tranquilo", me dijo unas cuantas veces. Obviamente, al entrar en el barco estaba aterrorizado; hasta que pusimos pie en tierra estuve analizando mis movimientos intestinales esperando la inevitable náusea que nunca apareció. No solo eso, estaba convencido de que en cualquier momento Santiago echaría un chorro de vómito y que pisaríamos suelo continental buscando desesperados un hospital para rehidratarnos. Afortunadamente, no fue el caso. De hecho, desayunamos en el buffet del barco una considerable cantidad de fritos, a modo de despedida de la gastronomía irlandesa. Fue en realidad un viaje muy agradable, rodeados de camioneros que tenían pinta de ser habituales del lugar, lo que le daba a la situación un toque hogareño. En cierto momento de la noche decidimos a salir a dar una vuelta por la cubierta. El aire estaba congelado y el mar devolvía al cielo un reflejo violeta, mortecino. Lo que a cualquier humano le habría resultado deprimente a nosotros nos llenó el alma. Nos habíamos marchado de Irlanda. Por fin nos atrevimos a empezar una nueva vida. Al acostarnos el barco empezó a bambolearse brutalmente, con unos golpes de olas que inspiraban bastante respeto. Aún así, Santiago durmió como nunca hasta entonces. Yo, no. Pasé la noche esperando que me subiera el vómito a la boca y con un terrible dolor en toda mi cabeza.

Para amenizar aún más el viaje, el día anterior a nuestra partida comencé a sentir ciertas molestias en una muela. No era una muela cualquiera. Se me había roto cuatro años antes una bendita tarde en Laos donde cenamos, como de costumbre, lo que pudimos encontrar por menos de un dólar. Le compramos arroz hervido a una amable anciana laosiana sentada en medio de una calle de Savannakhet, posiblemente la ciudad con menor atractivo turístico del planeta. Como a veces uno tiene lo que se merece, a mí me tocó una piedrecita en el arroz que fui a masticar con todas mis fuerzas y que me dejó un agujero considerable en medio de una muela. Afortunadamente, resistió un tiempo, pero decidió hacerse notar en el momento más oportuno. Lo que fueron inicialmente unas molestias se convirtieron en un pinchazo continuado que me llegaba más o menos al centro del hipotálamo. Un dolor de muelas, vamos. De los buenos. De los que no se van con paracetamol. De los que no dejan dormir, como me pasó a mí. 

Pese a todo, los dos días siguientes cruzamos Francia de punta a punta. No sé describir lo que sentía en esos momentos, más allá del dolor de la caries. Creo que el terror a la náusea del día anterior dio paso a esa mezcla de ilusión, ansiedad, miedo e incertidumbre que asalta a cualquiera ante una nueva aventura. Recuerdo que nos sorprendía ver esa extraña esfera ardiente en el cielo, que algunas leyendas irlandesas llaman sol. Y que se hacía raro ver montañas en el horizonte, de nuevo. Recuerdo la mirada se Santiago clavada en mí, mientras golpeaba con el codo la maleta en cada cambio de marcha. Recuerdo que fue un viaje feliz. 

La llegada a Montpellier, sin embargo, no apuntaba nada bueno. Para ser más exactos, se nos cayó el alma a los pies. El día se puso muy gris y había un tráfico de mil demonios. Por pura ignorancia, habíamos reservado un apartamento una zona horrible de la ciudad para pasar nuestra primera semana. Para llegar allí, nuestro navegador estaba empeñado en meternos por todas las calles en dirección contraria. Dicho apartamento tenía un parking en el que difícilmente cabía una moto. Tras conseguir meter el coche decidí hacer una última maniobra preciosista e innecesaria, para dejarlo perfectamente alineado con todos los ángulos del garaje. Después de conducir 800 kilómetros con una muela aguejereada y ya saboreando mi victoria ante la adversidad, puse marcha atrás, avancé confiado y estampé el coche contra una pared. Normal, lo único que veía por el retrovisor eran maletas. Aún hoy el Auris luce una hermosa cicatriz en el parachoques trasero que atestigua mi vanidad. Por si fuera poco, el primer lugareño que nos habló fue un vagabundo que le preguntó a Paula sobre unos extraterrestres. Lo que se dice un inicio prometedor. La primera noche en nuestra nueva ciudad estábamos los tres alteradísimos, y muertos de miedo. De entonces sí recuerdo perfectamente que me preguntaba por qué había decidido meter a mi familia en semejante lío. Dublín no parecía tan frío y nuestra apacible existencia irlandesa parecía mucho más apacible.

Si creyese que el destino manda de cuando en cuando mensajes premonitorios hoy estaría escribiendo este blog viendo la lluvia de Dublín por la ventana. Pero no lo soy, y aquí seguimos. A la orilla del Mediterráneo, comiendo alimentos con sabor y con un empaste en la muela. Claro que bien pensado, si yo creyese en premoniciones mi vida sería muy distinta. Hoy sería un hombre soltero, porque mucho antes de todo lo que he contado, el vuelo que me tenía que llevar a mi boda en Argentina fue cancelado en el último momento... y me las arreglé para llegar igual. Pero eso será otra historia para otro día en la que tenga ganas de contar batallitas. 


domingo, 3 de diciembre de 2017

Feliz cumpleaños

Ayer cumplí 36 años. Eso supone 13149 días. Como suena. Da vértigo. Ni hablar de las horas que he vivido. Más de 300000. Trescientasmil. Debe ser que tengo una crisis de la cuarentena algo precoz, pero al pensar en estos números me ha sido inevitable reflexionar sobre si estoy aprovechando mi vida, sobre si estoy haciendo las cosas bien.

Sería fácil, para reconfortarme, pensar que si hubiese nacido en el año 457 ya estaría muerto, y que habría sufrido una barbaridad toda mi existencia. Pero eso no tiene ningún mérito, que haya vivido tanto y con salud se lo debemos a Pasteur, a Fleming, a los moros por sus sistemas de regadío y al inteligente mesoamericano que se puso a hibridar el maíz... Aparte un hombre medieval de mi edad seguramente sería abuelo; y si fuese Papa, sería bisabuelo. No es reconfortante tampoco compararse con generaciones un poco más cercanas. Mi padre a estas alturas de su vida tenía cuatro hijos y una hipoteca. Que digo yo que eso demuestra que el hombre lo tenía todo mucho más claro, o tenía mucha más prisa que yo. En cualquier caso, compararme no me compensa.

Podríamos hacer números para ver qué he hecho hasta ahora. Por lo que he podido encontrar en la wikipedia, lo cual es sinónimo de veracidad indudable, he producido más de 1900 kilos de heces. Chúpate esa. Si eso no es contribuir al ciclo vital dime tú. También es verdad que podemos estimar que me debo haber bebido unos 12000 Cola-Caos, casi a la altura de Rafa Nadal. 12000 Cola-Caos son aproximadamente unos 3500 litros de leche. Así que le he cambiado a la naturaleza casi un kilo de heces por cada dos litros de leche. Me parece que no es justo. Eso tampoco reconforta.

He pisado 44 países, si no me dejo ninguno. Eso son muchas, muchas, muchas horas de coche, autobús, avión, barco... Por una parte, supongo que esto demuestra que me he movido, que he sido curioso, que he querido conocer. Punto para mí. Por otra, esas 44 fronteras cruzadas también son muchos, muchos, muchos litros de combustibles fósiles. Mi factura ecológica debe ser roja rojísima. Creo que a la Madre Tierra no le estoy haciendo ningún bien, por más heces que le regale. Punto muy negativo.

Lo tengo... He vivido ya 3 años más que Jesús. Y Jesús hasta donde tengo entendido es Dios. Además, esos 3 años extra los he vivido casado. Eso tiene que contar, al menos, doble. Algo bueno he hecho. Debería sentirme mejor. Pero no. Maldita sabiduría infinita de la wikipedia. Mahoma vivió 63 y Buda 80. Jo macho. 44 años más para ser el mejor. Haciendo la conversión eso equivale a 8 o 9 años de vida marital. Pero ni así. Aparte, bien pensado, el hecho de cumplir 36 tampoco tiene mucho mérito. Britney Spears nació el mismo día que yo y ahí sigue. Tampoco aquí encuentro confort.

A ver ésta: Desde el punto de vista de la supervivencia de la especie, ya he cumplido con lo que se espera de mí. Aquí mi señora y yo hemos producido dos seres humanos. De nada, resto del mundo. Me entra la duda de nuevo. No estoy seguro de que prolongar la presencia humana en este pobre planeta sea una buena idea. Solo hay que abrir un periódico al azar o ver cinco minutos Telecinco para darse cuenta de que vamos hacia el muro.

Tiramos por la parte profesional. Una tesis doctoral, cinco trabajos, treinta artículos científicos, tres patentes, profesor de universidad a los 33, director de un departamento de investigación a los 35... no pinta mal, no pinta mal. Pero a quién vamos a engañar. Estoy deseando jubilarme. Así que de esto tampoco puedo estar especialmente orgulloso. Además, según pinta el tema, me estaré jubilando a la edad que se murió Buda. Qué perspectiva.

Seamos materialistas. He comprado dos coches y he alquilado cinco casas. Supongo que son razones para estar orgulloso. Claro, que puestos a hacer números, eso corresponde a unos 125000 euros que me he gastado en todo ello. De lo cual me queda un Skoda familiar negro con las lunas tintadas, que todo el que ve piensa que es un coche fúnebre. Por aquí tampoco voy a encontrar por dónde sentirme bien.

Comienzo a desesperarme... Yo vi a España ganar el Mundial. Yo viví el gol de Iniesta. Mucho gustico, sí, pero más bien poco mérito. Ser español es más azar que otra cosa. Ni hablar de las horas que he pasado dormido, o las que he desperdiciado delante de una videoconsola, eso más bien da bajón. He leído muchísimo, eso es para estar orgulloso, pero llevo tres meses con el mismo libro.

No hay nada. Es triste pero me parece que este análisis sirve para confirmar que no hay nada de lo que me pueda sentirme orgulloso después de 36 años de existencia. Espera. Espera. ESPERA. Lo tengo. Yo he visto al Madrid ganar 6 Copas de Europa. Y eso sí es mérito mio, sí, porque soy el socio 50.033 del Real Madrid. Con mis cuotas de socio desde hace 20 años deben haber pagado el billete de avión que llevó a Mijatovic a Amsterdam. Y todos sabemos que ése fue el antes y el después. Sí señor, si el Real Madrid hoy da alegría a tanta gente, a tantos niños, eso es mérito mío. Que un niño en Laos vaya a trabajar más feliz porque lleva la camiseta de Ronaldo es mérito mío. A ver quién puede decir eso. Ni Miliki con 36 años lo consiguió. Hoy dormiré mucho mejor, que nadie se atreva a replicarme.