sábado, 16 de diciembre de 2017

La emigración

Todos los vehículos pasan un control policial cuando salen del ferry que les ha llevado desde Irlanda hasta Francia. Es mi deber como contribuyente del estado francés denunciar que dicho control es algo inútil. Hace más o menos tres años, cuando nos pararon allí, el agente que nos atendió se encontró con el siguiente panorama: Un Toyota Auris de tres puertas en el que iban el conductor (servidor) y en el asiento de pasajeros una hermosa joven (mi señora) con su bebé de dos meses en brazos (Santiago). Hasta ahí nada raro. El caso es que entre Paula y yo, en lo que se supone que debería ser un reposabrazos, había una maleta que hacía bastante complicado el cambio de marchas. A los pies de Paula había dos bolsas y entre ella y su ventanilla había algún otro bulto, vete tú a saber qué. Indudablemente, el mate también andaba por ahí danzando. En los asientos traseros podía haber un par de toneladas métricas de equipaje que evidentemente impedían la visión por el retrovisor. Nunca he sido muy habilidoso en cuestiones de ingeniería, pero me las arreglé para que en medio de esa masa informe de trastos quedase un hueco para poder tumbar a Santiago de cuando en cuando. Ni que decir tiene que jamás le metimos ahí. Pese a estar violando simultáneamente varias leyes de circulación vial, nos dejaron pasar sin mayor problema. 

"Usted sabe que no puede circular así" me dijo el gendarme al devolverme los documentos con cara de estás fatal de lo tuyo. Claro que no, nos vamos a parar ahí delante para organizarlo todo, le dije con mi tono más convincente. Recogí nuestros pasaportes y salí volando. Efectivamente, nos paramos ahí adelante; concretamente unos 800 kilómetros adelante, después de cruzar Francia entera. Antes de arrancar, tuve la tentación de decirle que no debía preocuparse por Santiago, que había un huequito para él en los asientos de atrás entre tres maletas y debajo de una caja, bien protegidito, que no estábamos tan locos para circular con él en brazos. Por fortuna, callé. No imagino qué habría pasado si ese buen francés nos hubiese hecho reorganizar nuestro equipaje delante de él. Cuando se abría el maletero salía disparado un paquete con una alfombra en la que juega hoy Almudena. Y cuando digo disparado, es disparado. Ese coche era un agujero negro móvil, jamás hubo tanta acumulación de materia en movimiento. 

Lo peor de todo es que no llevábamos todo lo que queríamos. Empaquetando nuestras cosas, llenamos un montón de cajas para que fueran transportadas desde nuestra casa en Dublín hasta mi trabajo en Montpellier. Del transporte se encargó un contacto que me consiguió un conocido. Solo tuve que llamarle y al día siguiente, previa transferencia de muchísimo menos dinero de lo que me cobraba cualquier otra empresa, se presentó en mi casa un irlandés en gabardina que actuaba de un modo muy irlandés. Como tal, hablaba exclusivamente del tiempo, que era muy frío y muy lluvioso, como desde el día en que nació. Vino este hombre con un camión vacío conducido por un compañero que no abrió la boca. Le garabateé la dirección de entrega en Francia y se despidió con una sonrisa muy irlandesa y todas mis pertenencias en esta vida. Muy responsable por mi parte. Afortunadamente, las cajas aparecieron exactamente el día que habíamos acordado. Lo dicho, por redundar, todo muy irlandés. En fin, que me pierdo, haciendo mis estimaciones mientras llenábamos las cajas calculé la cantidad de equipaje que cabría en el Auris para hacer un viaje confortable. Como ya he dicho, lo mío no es la ingeniería. Antes de salir hacia el ferry dejamos en el portal de Edu y Gracia en Dublín un aloe vera elegantísimo en una maceta gigante, un balancín de Santiago, un bote de Cola-Cao y otros 57 objetos que me pregunto dónde tenía pensado meter.

Antes de llegar al puesto fronterizo con Francia el viaje no había sido fácil. El ferry salió con unas cuantas horas de retraso porque el mar estaba muy picado. La espera la pasamos tan dignamente como pudimos, con un frío de mil demonios, entre la calefacción del coche y un edificio del puerto en el que no había el menor entretenimiento. La última foto que nos tomamos en Irlanda es en el interior ese edificio, haciendo tiempo. En dicha foto, un extraño montaje a nuestras espaldas muestra a la ola de Hokusai engullendo a una familia de bañistas que está construyendo la Sagrada Familia en la playa. Conmovedora imagen, y muy adecuada cuando uno se dispone a cruzar el Canal de la Mancha. 


Las noticias del estado del mar tuvieron un efecto fatal sobre mi estado de ánimo. Llevaba yo tiempo amedrentado ante la travesía después de la experiencia de mi hermana, que había hecho el mismo trayecto un tiempo antes. Ella y todos sus hijos se pasaron vomitando toda la noche. "Reza para que el mar esté tranquilo", me dijo unas cuantas veces. Obviamente, al entrar en el barco estaba aterrorizado; hasta que pusimos pie en tierra estuve analizando mis movimientos intestinales esperando la inevitable náusea que nunca apareció. No solo eso, estaba convencido de que en cualquier momento Santiago echaría un chorro de vómito y que pisaríamos suelo continental buscando desesperados un hospital para rehidratarnos. Afortunadamente, no fue el caso. De hecho, desayunamos en el buffet del barco una considerable cantidad de fritos, a modo de despedida de la gastronomía irlandesa. Fue en realidad un viaje muy agradable, rodeados de camioneros que tenían pinta de ser habituales del lugar, lo que le daba a la situación un toque hogareño. En cierto momento de la noche decidimos a salir a dar una vuelta por la cubierta. El aire estaba congelado y el mar devolvía al cielo un reflejo violeta, mortecino. Lo que a cualquier humano le habría resultado deprimente a nosotros nos llenó el alma. Nos habíamos marchado de Irlanda. Por fin nos atrevimos a empezar una nueva vida. Al acostarnos el barco empezó a bambolearse brutalmente, con unos golpes de olas que inspiraban bastante respeto. Aún así, Santiago durmió como nunca hasta entonces. Yo, no. Pasé la noche esperando que me subiera el vómito a la boca y con un terrible dolor en toda mi cabeza.

Para amenizar aún más el viaje, el día anterior a nuestra partida comencé a sentir ciertas molestias en una muela. No era una muela cualquiera. Se me había roto cuatro años antes una bendita tarde en Laos donde cenamos, como de costumbre, lo que pudimos encontrar por menos de un dólar. Le compramos arroz hervido a una amable anciana laosiana sentada en medio de una calle de Savannakhet, posiblemente la ciudad con menor atractivo turístico del planeta. Como a veces uno tiene lo que se merece, a mí me tocó una piedrecita en el arroz que fui a masticar con todas mis fuerzas y que me dejó un agujero considerable en medio de una muela. Afortunadamente, resistió un tiempo, pero decidió hacerse notar en el momento más oportuno. Lo que fueron inicialmente unas molestias se convirtieron en un pinchazo continuado que me llegaba más o menos al centro del hipotálamo. Un dolor de muelas, vamos. De los buenos. De los que no se van con paracetamol. De los que no dejan dormir, como me pasó a mí. 

Pese a todo, los dos días siguientes cruzamos Francia de punta a punta. No sé describir lo que sentía en esos momentos, más allá del dolor de la caries. Creo que el terror a la náusea del día anterior dio paso a esa mezcla de ilusión, ansiedad, miedo e incertidumbre que asalta a cualquiera ante una nueva aventura. Recuerdo que nos sorprendía ver esa extraña esfera ardiente en el cielo, que algunas leyendas irlandesas llaman sol. Y que se hacía raro ver montañas en el horizonte, de nuevo. Recuerdo la mirada se Santiago clavada en mí, mientras golpeaba con el codo la maleta en cada cambio de marcha. Recuerdo que fue un viaje feliz. 

La llegada a Montpellier, sin embargo, no apuntaba nada bueno. Para ser más exactos, se nos cayó el alma a los pies. El día se puso muy gris y había un tráfico de mil demonios. Por pura ignorancia, habíamos reservado un apartamento una zona horrible de la ciudad para pasar nuestra primera semana. Para llegar allí, nuestro navegador estaba empeñado en meternos por todas las calles en dirección contraria. Dicho apartamento tenía un parking en el que difícilmente cabía una moto. Tras conseguir meter el coche decidí hacer una última maniobra preciosista e innecesaria, para dejarlo perfectamente alineado con todos los ángulos del garaje. Después de conducir 800 kilómetros con una muela aguejereada y ya saboreando mi victoria ante la adversidad, puse marcha atrás, avancé confiado y estampé el coche contra una pared. Normal, lo único que veía por el retrovisor eran maletas. Aún hoy el Auris luce una hermosa cicatriz en el parachoques trasero que atestigua mi vanidad. Por si fuera poco, el primer lugareño que nos habló fue un vagabundo que le preguntó a Paula sobre unos extraterrestres. Lo que se dice un inicio prometedor. La primera noche en nuestra nueva ciudad estábamos los tres alteradísimos, y muertos de miedo. De entonces sí recuerdo perfectamente que me preguntaba por qué había decidido meter a mi familia en semejante lío. Dublín no parecía tan frío y nuestra apacible existencia irlandesa parecía mucho más apacible.

Si creyese que el destino manda de cuando en cuando mensajes premonitorios hoy estaría escribiendo este blog viendo la lluvia de Dublín por la ventana. Pero no lo soy, y aquí seguimos. A la orilla del Mediterráneo, comiendo alimentos con sabor y con un empaste en la muela. Claro que bien pensado, si yo creyese en premoniciones mi vida sería muy distinta. Hoy sería un hombre soltero, porque mucho antes de todo lo que he contado, el vuelo que me tenía que llevar a mi boda en Argentina fue cancelado en el último momento... y me las arreglé para llegar igual. Pero eso será otra historia para otro día en la que tenga ganas de contar batallitas. 


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