Hemos vivido 29 años juntos, y pese a ello no tengo la menor idea de cómo funciona mi mente. Sí, obviamente, he conseguido cierto grado de poder sobre ella, soy capaz de apartar ciertos temas a rincones oscuros, puedo centrar toda mi atención en la resolución de un Sudoku Samurai, incluso mis esfuerzos como domador me han llevado a hitos como sonreír cuando quiero llorar. Casi nada. Sin embargo, hay unos cuantos procesos incontrolables que se activan sin que yo pueda ejercer control sobre ellos. A veces son recuerdos que vienen de no sé dónde sin saber por qué, en ocasiones son intuiciones que se vuelven certidumbres sin necesidad del menor indicio… Supongo que a todo el mundo le pasan cosas parecidas, al fin y al cabo mi cerebro no es tan distinto al tuyo, por ejemplo.
Uno de estos mecanismos cerebrales me fascina cuando lo observo. Creo que es mi rareza mental favorita, aunque debo admitir que también me genera cierta inquietud. Tengo por ahí dentro un resorte, o algo por el estilo, que en el momento menos esperado, salta. (Nada raro hasta aquí). Este resorte, que es como un interruptor, genera conclusiones claras, cristalinas, casi tocables de razonamientos que ni siquiera existen. Las suelta así, como si nada, en el centro de mis pensamientos. Como suena. Después mi cerebro y yo, no sin esfuerzo, tenemos que trabajarnos un camino inverso, desde esta conclusión vamos generando el razonamiento que le dé lógica. Todo en unos momentitos. Ja. Voy a ilustrarlo con un ejemplo real, que sucedió hace unos días y que es el que me ha llevado a escribir esto que así, de primeras, está sonando raro.
Situémonos en la Calle Mayor de Madrid, en el Bar Postas, un domingo por la mañana, mañana gris y lluviosa por cierto. Cualquiera que conozca mínimamente Madrid sabe que una persona en sus casillas no se mete así como así en un bar del centro un domingo por la mañana, y menos si la mañana es gris y lluviosa. Sólo hay dos excepciones plausibles para este peligroso comportamiento: o le estás enseñando la ciudad a un conocido, amigo, amante o has sufrido un ataque psicótico que te empuja al asesinato de manera irrefrenable. Yo me encontraba, afortunadamente, dentro del primero de los grupos enseñándoles la cara vieja de Madrid a mis sobrinos, de 2 y 3 años, en compañía de mis padres.
Bien. Estamos entonces en un muy madrileño bar delante de unas cañas bien tiradas y bien frías. Somos mi padre y yo proclives a trascender conversaciones tópicas, así que comenzamos a charlar sobre la influencia del continente en el sabor de la cerveza. En un giro inesperado, mi padre comenta que Lufthansa, fiel a sus costumbres germanas, sirve la cerveza de sus vuelos en botellas de cristal (“ajena a esa leyenda del ahorro por la aceituna en la ensalada”, trasciende él). Y justo en ese instante, pim. Mi mente genera la siguiente conclusión, ante la sorpresa del resto de mi masa pensante: has tenido una fortuna increíble disfrutando de cuatro meses de viaje sin dinero por el Sudeste Asiático. Inquieto, trato de mantener el nivel durante el resto de la conversación mientras mi cerebro empieza a trabajar buscando una explicación a esta afirmación en un complejo y rápido proceso en el que se van afirmando y descartando opciones, algo así más o menos...
Al que le gusta viajar, le gusta viajar. Y viajar, todos sabemos, y bien lo explica la frase manida (no hay frase manida que no sea tristemente cierta) no es ir del punto A al B. Eso es trasladarse, moverse o como quiera llamarse. Viajar es sumergirse y respirar. Viajar es descubrir cómo se vive e intentar comprender cómo se siente la persona del lugar en el que estás. Y que un alto ejecutivo de denso y rubio bigote, pese a la aceituna de la ensalada, haya luchado por el vidrio frente al ligero aluminio es un fantástico detalle para el viajero. Porque que un alemán te sirva una cerveza en cristal (que no es cristal, es vidrio), te habla de su gente, de sus costumbres, de lo que saben y de lo que les gusta, de su manera de ser y de que sí, son alemanes y mantienen el vidrio pese a la aceituna. Porque este hecho va en contra de la tendencia universal que tiende a convertir el viaje en algo totalmente insustancial, aséptico e indoloro… en un mero traslado.
No ocurre así si uno viaja con los dólares contados por el sudeste asiático. En ese caso, el mensaje cultural no viene de manera elegante, miniaturizado y envasado en botella de vidrio, como hacen los alemanes. Viajar con 25 personas en una furgoneta a 130 km/h, entre viejos y enfermos, entre mercancías ilegales, paquetes de tabaco escondidos debajo de la ropa, suciedad, miradas amenazadoras… todo ello te da una clara idea de la falta de respeto por todo que reina en Vietnam. Bajarte y sentarte, en ritual silencio, por tercer día consecutivo, al lado de un autobús averiado, vehículo que sería ya viejo cuando se compró, bajo un sol dañino, a 40ºC, te revela la resignación que genera la total pobreza que reina en Laos. Soportar durante 4, 5 horas, una eternidad, un karaoke de música tradicional a todo volumen emitido en una televisión de ultimísima generación en un bus que difícilmente se mueve te afirma en la continua contrariedad que es Camboya. Observar desde tu moderno tren, en un microclima generado por un desaforado aire acondicionado cómo entras en la moderna ciudad de Bangkok con personas tumbadas en cualquier lugar, de cualquier modo, muertas de calor, te obliga a darte cuenta de la cara desagradable de los nuevos ricos.
Y entonces caigo en que yo, que me gusta viajar, o al menos así afirmo orgulloso en las reuniones sociales, he tenido una inmensa fortuna por poder vivir todo esto. Porque si lo hubiese hecho con unos dólares más, nada habría existido, ni furgonetas ni averías ni karaokes, ni gente.
Por nuestra Europa, sin embargo, el que viaja económicamente se asegura un traslado impersonal, borreguil, maleducado y ciego. Quiero no pensar que, al igual que en el otro extremo del mundo, ello es fiel reflejo nuestro modo de ser y de pensar. Prefiero pensar que desgraciadamente en esta parte del mundo en la que todo ya se compró, nada es gratis. Al fin y al cabo, de manera inversa a lo que ocurre allí, por un poco de dinero más tienes cultura embotellada.
Llegados a este punto, mi cerebro se ha calmado, satisfecho de nuevo por haber encontrado una vez más una explicación al inexplicable comportamiento de mi mente, por haber puesto principio y fin al razonamiento que generó la conclusión. A todo esto, la caña se ha acabado y Andrea, que a ese nombre responde mi sobrina, me devuelve a la realidad, lejos de tanta conclusión y tanto razonamiento que, en realidad, no sirven para gran cosa, como casi todo lo que hace mi mente. Andrea, que no sabe qué hace, o sí, me pide una aceituna.