sábado, 3 de marzo de 2018

Piedras

Tengo la fortuna de tener muy claro el objetivo de mi vida: yo quiero ser millonario. Y la cosa no queda ahí, sé perfectamente lo que me voy a comprar cuando junte una fortuna: mi tiempo. Y es que mi tiempo está muy cotizado; después de darle muchas vueltas, hacer muchas cuentas y consultar con gentes que saben de dinerito he llegado a la conclusión de que la sociedad ha tasado el tiempo que me queda por vivir en un millón de euros. No voy a dar detalles de cómo, pero tengo calculadísimo que con un milloncito me podré pasar el resto de mis días haciendo lo que me dé la gana sin depender de un sueldo o una jubilación.

Pero aún hay más. También sé lo que deseo hacer lo que me resta de vida, aparte de ver crecer a mis hijos y envejecer junto a Paula. Voy a escribir la novela definitiva, la más grande de todos los tiempos, así sin más. Me quedan un par de detallitos por pulir, como el argumento, por ejemplo, pero eso lo resuelvo en cuanto le pueda dedicar el tiempo que se merece. Lo que sí que tengo claro es que en la novela aparecerán exclusivamente personajes que se me han cruzado y anécdotas más o menos verídicas (qué más da) que he escuchado durante mi vida. Pienso que así podré compensar mi falta de imaginación patológica...

Cada vez que vuelvo de Argentina me arrepiento de no haber llevado un cuadernito donde apuntar las gentes que allí me encuentro y las historias que me cuentan. Aquel país es una fuente inagotable de personajes para mi novela. Estarán por ejemplo el gaucho que decidió hacer un asado quemando la puerta de su bar porque total, siempre estaba abierto. O aquel otro que conducía dando vueltas por el centro de la ciudad, perfectamente trajeado, con las ventanillas bajadas y cumbia a todo volumen mientras gritaba insultos a las monjas, a la madre iglesia y al Papa de Roma porque su mujer y su hija habían muerto en un accidente camino de un retiro espiritual. O Roberto, que tenía una receta casera de una salsa de tomate que consistía en meter los tomates en un bote con agua y una serie de ingredientes secretos y seguramente aleatorios, enterrarlo durante un tiempo indeterminado y comprobar de vez en cuando (meses, años después) si los botes empezaban a producir espuma, indicador de que la maceración de la mezcla había alcanzado la perfección (todo esto explicado mientras yo me comía la salsa en cuestión; muy rica por cierto).

En esta ocasión tuve la oportunidad de conocer a otro personaje digno de ser escrito, de sobrenombre Coco. Coco tiene, además de unos 80 años y un aspecto de viejo frágil, una tienda de ropa y telas, un hotel, dos edificios de apartamentos y otro hotel de cinco estrellas construido que no se decide a abrir. Le conocí cuando fui a buscar las llaves de nuestro apartamento en Argentina, que le pertenecía. Como casi todos los argentinos de una cierta edad, mostró un interés especial en mi persona al saber que era español. Cuando supo que era de Madrid me dijo que había estado allí, pero solo en la estación de Atocha. Para ver los jardines interiores, "qué cosa increíble". Además, me dijo que conocía Mallorca y las Canarias. Porque a él no le interesaban "ni las piedras, ni las fontanas, ni nada de eso". Esa conversación me recordó a otra que tuve con otro argentino, mucho más joven, que acababa de visitar Angkor Wat: "Che, estoy podrido de piedras, yo quiero ir a la playa". Creo que con toda mi cobardía, en aquel momento respondí con una sonrisa cómplice en vez de haberle abofeteado merecidamente.

En fin, que a Coco le gustan las playas y se cruzó el planeta para bañarse en las españolas. Cuando intenté comentar con él la diferencia de temperatura entre el Atlántico y el Mediterráneo me di cuenta inmediatamente de que no tenía idea de qué le hablaba y la conversación acabó ahí. Según me explicaron posteriormente, Coco empezó sin nada hasta tener más dinero del que podría gastar en varias vidas."Pero es un animal", me dijeron, "solo sabe trabajar". Mi suegro me dijo que Coco, en persona, fue a colocarle las cortinas que le compraron en su tienda, cuando ya era viejo y multimillonario. Yo lo tomé como una exageración argentina, de tipo decorativo. Varios días después, al salir de nuestro apartamento Coco salía del de enfrente cargado de sábanas sucias. El domingo que nos fuimos fregaba los suelos de la entrada de su edificio y me sonrió cálidamente cuando me vio.

Los personajes como Coco me producen una profunda estupefacción. Con la inmensa que es la vida, están empeñados en llenarla de oro y están dispuestos a morir en el intento... Más o menos como yo,  que quiero ser millonario. Es cierto que algo se puede aprender de él, y  es que para ser rico y moderadamente honrado hay que trabajar como un mulo. Así que quizá más valdría que aprendiese a colgar cortinas cuanto antes.