lunes, 27 de diciembre de 2010

Bangkok

No me lo explico. De verdad que no me lo explico. Puedo comprender que haya gente resignada por la falta de recursos, por las inclemencias del universo en el que se mueve (sentimentales, climatológicas o las que sean) o por un destino inmerecido. Pero no puedo explicarme que se tenga tanto, tan hermoso, que se puedan hacer las cosas bien y aún así se haga todo tan mal. Porque Bangkok está simple y llanamente mal hecha. Bangkok es el caos. No va Tailandia por el camino de dejarme un buen recuerdo. Salí espantado del gran prostíbulo que es Phuket y me marcho indignado del agujero caótico que es Bangkok.

Lo primero que uno ve cuando entra en esta ciudad por tren son kilómetros y kilómetros de chabolas. A centímetros de las vías. El tren, que va inexplicablemente despacio, se va parando en estaciones en las que nadie que quiera conservar su epidermis intacta se bajaría jamás. Después de unos 40 minutos de miseria, por la ventana se empieza a distinguir una ciudad, con sus rascacielos al fondo, sus barrios residenciales… y uno piensa que ya va llegando a algo soportable. Pero no lo es.

Moverse por Bangkok es desagradable. Primero y principal, porque es una ciudad descomunal, y esas dos pagodas que parecen tan cercanas en el mapa están en realidad separadas por 5 kilómetros. Si lo quieres hacer caminando, tienes que ir dentro de una nube de contaminación que se puede tocar, en compañía de timadores de todo tipo, puestos de venta ambulantes (de comida, flores, libros,relojes, todo, absolutamente todo) que emanan olores nauseabundos… y suciedad, suciedad por todas partes que transmiten la misma sensación de dejadez exasperante que tuve en Patong. Si no quieres andar, la alternativa supone a)coger un tuk-tuk -una especie de triciclo-taxi-, que invariablemente no te va a llevar donde tú le ordenes, sino a las tiendas que le pagan una comisión para que lleve turistas; b)coger un taxi cuyo chofer te va a jurar y perjurar que el templo que quieres visitar ha sido destruido por un ataque alienígena y que te va a llevar a un lugar mucho mejor… que es una tienda donde le dan comisión por llevar turistas; o c)coger un autobús público con suelos de madera que tardará una hora de reloj en hacer esos 5 kilómetros. Si caminas, te enfrentas a un pasotismo intolerable, si te llevan, te enfrentas a la miseria humana. Porque en este lugar a uno intentan estafarle de manera continua. Parece ser que el hecho de que tengas piel blanca conlleva que tu billetera rebosa dólares… Así, en la cuenta de los restaurantes, en tiendas, en ventas de billetes, en todos sitios, hay misteriosos, ligeros e inexplicables errores que favorecen siempre al sonriente tailandés. A mí, sinceramente, el hecho de tener que estar continuamente defendiéndome me quita las ganas de conocer nada.

Lo más fascinante es que hay gente que se siente atraída por esto. Hay miles y miles de occidentales paseando por las peores calles de Bangkok, las más abarrotadas, con sonrisas en la cara, sentados en terrazas de bares, disfrutando del espectáculo. Hay quien vuelve a esta ciudad año tras año, verano tras verano… a moverse entre inmundicia, estafa y dejadez. Para mí, un misterio aún mayor que la inexplicable resignación del pueblo tailandés.

Tailandia es un país rico, además de ser el más importante e influyente de esta parte del mundo. Tienen un legado histórico impresionante. Estos días en Bangkok he visto algunos de las creaciones humanas más hermosas de mi vida. Informándome últimamente sé que no tienen precisamente la clase política más honrada del planeta, ni la más estable. Estoy convencido de que aquí están robando todo lo que pueden. Pero aún así me es inexplicable que nadie, ni gobernante ni ciudadano, tenga el mínimo interés en cumplir las mínimas normas higiénicas y de respeto. Aunque sea por el turismo del que viven. Tienen unos jardines fantásticamente cuidados, en los que pasean las ratas esperando que tires la comida que te sobra. Parques espectaculares a la orilla del río, donde no se puede respirar por el olor fatal que desprende algo/alguien que se pudre. Y todos, locales y visitantes, lo aceptan e incluso lo celebran…

Creo firmemente que Bangkok es un ejemplo de fracaso de la “civilización”. Miles de calles desordenadas, sucias y bloqueadas, un transporte público caótico e inútil, inmundicia allí por donde andas , una falta total de educación y respeto… y mucha, demasiada gente en todos sitios. Y a nadie, absolutamente a nadie, le importa nada un bledo. Tengo que volver allí en marzo para volver a Europa. Ojalá no tuviese que hacerlo.

Malasia

Para ser sincero, nunca en mi vida me había interesado lo más mínimo por Malasia. Las Petronas y una carrera de fórmula 1 de las que no se ve porque siempre cae de madrugada es todo lo que sabía de este país. Honestamente, ni siquiera era capaz de situarlo en un mapa… Tenía la peregrina idea de que Malasia era una isla (!). Era uno de esos países que están porque tienen que estar. Ésos a los que uno jamás piensa que pueda llegar a ir… en la lista con Ecuador, Benín, Bielorrusia, Tajikistán u otros muchos más. Seguro que son lugares fascinantes, pero jamás llamaron mi atención.

A Malasia vinimos “obligados”. Cuando planificamos este viaje descubrimos que teníamos un problema para cuadrar todos los visados que sólo se podía solucionar saliendo de Tailandia en avión a un país que no solicitase visado para entrar. Y el vuelo más económico que cumpliese las condiciones iba de Phuket a Kuala Lumpur. De nuevo, pensando en aquello de “ya que andamos por aquí…”, decidimos quedarnos un tiempito por Malasia. Visitamos (obviamente) Kuala Lumpur, Melaca, al sur, y Georgetown, en la isla de Penang, al norte del país.

¿Cómo es Malasia? La verdad es que no es fácil responder a esta pregunta. Malasia tiene influencias de todos lados. Por aquí estuvieron los chinos, los indonesios, los tailandeses, los portugueses, los holandeses y los ingleses. Para completar el cóctel, la religión “oficial” del país es la musulmana. Cada uno ha dejado lo suyo, dando lugar a una hermosa y fascinante mezcla que se puede observar en todos los niveles. Se puede estar visitando una pagoda mientras se escuchan los cantos del minarete de la mezquita que está 20 metros más abajo en la calle. Hay lugares en los que a uno le parece estar paseando por una calle de Almendralejo con altares budistas en la puerta de cada casa… Puedes estar cenando un plato indio rodeado de chinos y un plato chino rodeado de musulmanes. Y, desde luego, no es posible describir al “malayo tipo”… hay indios, chinos y moros y todas las combinaciones posibles entre ellos.

Kuala Lumpur es una ciudad espectacular. No esperaba encontrarme un lugar tan avanzado, dada su situación geográfica. Para mi grata sorpresa, tiene una fantástica red de transportes, tanto urbanos como entre las ciudades. No demasiado sucia (que no es poco para el Sudeste Asiático), dinámica, con mucha mucha vida. Uno siente un poco de orden dentro del caos que parece reinar sobre todo en esta parte del planeta, así que al visitante le es todo más fácil. Esta ciudad parece haber encontrado la manera de integrar no sólo a razas muy distintas (que tomen nota muchos países de qué es integración real) sino un pasado muy rico con un futuro que parece engullirlo todo. En cierto modo, por su capacidad de hacerle a uno sentir bien en medio del desconcierto, Kuala Lumpur podría pasar por una ciudad latina… y creo que eso hay que agradecérselo a los moros.

Melaca y Georgetown son otro tema. Ciudades históricas,mucho más pequeñas, muy distintas entre sí. Melaca ha quedado como una ciudad museo, repleta de casas coloniales europeas y un estupendo mejunje de religiones, olores y sabores. No pudimos disfrutarla como nos hubiese gustado, ya que es la ciudad predilecta de las gentes de Singapur (¿cómo es el gentilicio de Singapur?) para pasar el fin de semana y nosotros llegamos allí un viernes. Y moverse entre una masa de asiáticos no es, digámoslo así, llevadero… En Georgetown se empieza a notar más la influencia tailandesa y todo empieza a ser menos agradable, menos cuidado y menos limpio.

Lo poquito que he conocido de este país me ha dejado con ganas de más. Aseguran que tiene un patrimonio natural espectacular y unas playas fantásticas. Por desgracia, no nos podemos quedar. Hay mucho todavía por recorrer, nos espera Bangkok y después Camboya, Vietnam, Laos... En cualquier caso, este poquito que he conocido me ha servido para romper una listita que tenía y pensar que, por qué no, quizá pase las Navidades que viene en Quito.

Nan Pa Tong, Tailandia

La ciudad de Pa Tong, en la isla de Phuket, al sur de Tailandia, ha sido nuestro primer contacto con el Sudeste Asiático. Para ser sinceros y directos, tengo que decir que la experiencia ha sido terrible. Hemos pasado seis días en esta ciudad, y en los tres últimos sólo teníamos ganas de estar en la habitación del hotel, que en mi opinión es lo peor que le puede pasar a uno cuando está al otro lado del planeta, y más siendo como era nuestro económico hotel...

Tiene Pa Tong fama por su playa. Dicha playa tiene aguas transparentes y templadas, arena blanca y vegetación exuberante… además de unos dos millones de tumbonas que llegan prácticamente hasta la misma orilla. Puede uno probar a darse un garbeo por el paseo marítimo, si está dispuesto a soportar que de manera continua le anden asaltando para ofrecerle taxi, tuk-tuk (especie de furgoneta abierta con sofás), comida, flautas de pan, y todo, TODO, lo que se puede falsificar, desde DVDs a cinturones.

La ciudad de Pa Tong huele mal, está sucia, es ruidosa, es caótica… En este lugar parece que los edificios, las calles, los postes eléctricos, los semáforos, todo, se ha dejado a medio hacer. Esto podría llegar a resultar atractivo, por aquello de la diferencia. En este caso, no. En este caso da una sensación de dejadez, de resignación, terribles.

Pero esto no es lo peor. Pa Tong es un macroprostíbulo. No da uno dos pasos sin que una tropa de señoritas sobremaquilladas le griten al oído “MASSAAAAAAAAAAAAAAGE” (a pronunciar con voz gangosa y la segunda a sí, así de larga). Son cientos, miles, a cualquier hora del día. Lo que quiere decir que hay cientos, miles de occidentales (ni por asomo un tailandés medio puede pagar por una hora de massaaaaaaaaaaaaage) que hacen uso de sus servicios. Y los hay. Se ven y son fáciles de detectar. La mayoría pasados los 50, también los hay jovencitos, el 95% gordos. Andan muy gallardos, con mirada satisfecha, los reyes del mambo. Resulta ridículo presenciar la ceremonia de cortejo entre uno de estos personajes y una prostituta, consistente en intercambio de miradas y sonrisas, un sí pero no… valiente cobarde. Los más osados van por la calle cogiditos de la mano con su pareja de cópula. Un viejo baboso con una señorita de compañía tailandesa veinteañera… Y entonces van más gallardos, y su mirada es más satisfecha todavía. Pero por favor… ¿alguien ha visto a un anciano orgulloso de la mano de una meretriz por el centro de Madrid, de París o de Mejorada del Campo? Hay algo tan perverso, tan ridículo detrás de todo ello que uno no llega a explicarse qué es lo que anda buscando esta gente (sí, aparte de eso). Y a nadie, nadie, ni local ni extranjero, parece alterarle lo más mínimo. Lo dicho, dejadez, resignación, degradación…

Huyendo de este espectáculo denigrante pasamos un día en Phuket Town, capital de la isla y ciudad más importante de la misma. Si bien la cantidad de masajistas era mucho menor, el hedor y el caos no. Hay por lo menos en esta ciudad unos cuantos templos budistas y chinos antiguos que hacen pensar que hubo un tiempo en el que esta gente andaba pensando en algo más que masajes y Lacoste falsificados.

Pero no todo es malo en esta isla. La comida es deliciosa. Si se huye un poco del circuito occidental y uno se adentra en las costumbres locales se come muy bien y muy barato. Es verdad que hay que comer sin pensar en las condiciones higiénicas, pero compensa. En puestos callejeros, en cocinas montadas sobre sidecares, esta gente hace auténticas maravillas con fideos, tallarines, arroz o con simple pollo frito.

En fin. Este lugar me deja una sensación de lástima y miedo. Lástima por decir que lo mejor que me ha podido pasar en Pa Tong es haber cogido el avión que me sacó de allí. Lástima por esta gente, que parece resignada a aceptar como normal lo que no lo es. Lástima y asco por mis compatriotas europeos, fantástico ejemplo de la cuna de la civilización occidental… Y miedo, mucho miedo a que todo el Sudeste Asiático sea así. Si lo es, respiraré, miraré al cielo y, al menos, comeré bien.

Vanuatu, made in China

La visita al consulado de Vanuatu en Sydney ha sido una de las experiencias más surrealistas que he vivido en los últimos tiempos. Llegamos allí un sábado por la tarde para que Paula se hiciera el visado para pasar una semanita en ese paradisíaco país. Llevábamos una cajita de bombones, porque como somos gente civilizada sabemos que lo de trabajar un fin de semana no es agradable, y queríamos recompensar al cónsul por su esfuerzo extra.

El consulado se encuentra en un barrio residencial, y es un chalet de dos pisos distinguible de los demás porque en su jardín hay una bandera de Vanuatu. Antes de que pudiéramos acercarnos a llamar a la puerta vimos que salía una señora china con dos perros enanos, alteradísimos, que no paraban de ladrar con esos ladridos agudos enervantes que tienen los perros enanos alteradísimos. Debo confesar que sentí cierta satisfacción interna al comprobar que los ladridos que oía al otro lado del teléfono en su día se correspondían con el tipo de chucho que había imaginado. El caso es que, un poco extrañados por ver salir a una china del consulado de Vanuatu, nos acercamos a consultar a esta buena señora. Le dijimos que teníamos una cita con el Sr Cónsul, Mr William Longwah, para tramitar unos documentos. Su respuesta, la mar de diplomática, fue el inicio, de, como ya he dicho, una hora surrealista. “Cuando acaben de cagar los perros”, vino a decir. Afirmaciones de este tipo no dan lugar a la negociación, así que nos resignamos a esperar a que esas ratitas melenudas hicieran sus diplomáticas cacas antes de entrar en el consulado.

Una vez satisfechos los animalitos demoníacos, esta señora nos invitó a pasar a una sala enorme, con una mesa larga en medio, unos sofás pegados a las paredes, al lado de una televisión, y una gran cocina al fondo. De esta habitación salían unas escaleras hacia el piso de arriba. Al entrar, la china desapareció, dejándonos de pie ahí en medio sin saber muy bien qué hacer. En la mesa estaba sentado un hombre con aspecto aborigen dándose un festín con un pollo asado que nos dedicó la primera de las múltiples sonrisas que nos iba a regalar durante el rato que estuvimos allí. Mientras comía disfrutaba de un documental sobre hombres Cromagnon, a todo volumen, en la televisión. En uno de los sofás había otro hombre de aspecto aborigen, ahora puedo asegurar que de Vanuatu, al lado de dos maletas enormes. Éste no nos sonrió ni miraba a la tele. Estaba muy concentrado en algún punto de la pared como para hacer caso al universo circundante. Debimos pasar un par de minutos ahí de pie cuando comenzó a sonar el teléfono. Por las escaleras apareció un chino bajito, canoso y calvo, con una gran barriga y unas piernas delgaditas, vestido con un bañador/calzoncillo azul y una camisa hawaiana de manga corta. Este buen señor, que supongo era William Longwah, podía estar perfectamente asando patos en Shanghai. Tras colgar el teléfono nos invitó a sentarnos en los sofás, y tras intercambiar unas palabras en francés con el hombre que se estaba dando el homenaje, desapareció escaleras arriba. Estuvimos sentados un cuarto de hora, entre el hombre concentrado en la nada y el glotón risueño. Tuvimos tiempo de sobra para estudiar la decoración de la casa, en la que destacaban el papel pintado con flores, un barco en miniatura de tamaño descomunal en increíble equilibrio sobre la televisión, y una estantería con montones y montones de conchas marinas. Pensamos que se habían olvidado de nosotros cuando por la puerta de la calle apareció otro chino, también en bañador, jovencito éste, que se dirigió a nosotros con muy poca educación. Le explicamos que queríamos hacer un visado ya que por correo no nos lo habían podido hacer. Tras mirar el reloj, dijo: “es tarde”. Eran las tres. Inmediatamente después desapareció por la escalera con los papeles de Paula y nos dejó, de nuevo, ante las inquietantes sonrisas del amigo vanuatuense, que alternaba su atención entre el pollo, los cromagnones y nosotros.

Volvió tras unos minutos, visado en mano, como quien acaba de ponerse en paz con su colon. Durante el tiempo que estuvimos esperando, una mujer apareció de la nada y se puso a conversar con el amigo comilón en una lengua ininteligible. Tengo la seguridad de que hablaban de nosotros (todo el mundo ha pasado alguna situación similar), y debíamos resultarles realmente cómicos porque en cierto momento ambos estallaron en una sonora y larga carcajada. El chino joven, secretario, hijo o sobrino del cónsul, nos invitó con bastantes malos modos a abandonar la casa-consulado. Aún hoy recuerdo la sensación al encontrarme al otro lado de la puerta de no tener muy claro nada de lo que había sucedido. Eso sí, los bombones estaban deliciosos.

Todavía no sé si Vanuatu pertenece a los chinos o si fuimos partícipes de un elaborado y fantástico timo. Sí sé, porque también la recuerdo perfectamente, la cara del oficial vanuatuense al ver el visado que le presentamos. “¿De dónde habéis sacado esto?”, preguntó. “De un sueño”, tuve ganas de responder.