La visita al consulado de Vanuatu en Sydney ha sido una de las experiencias más surrealistas que he vivido en los últimos tiempos. Llegamos allí un sábado por la tarde para que Paula se hiciera el visado para pasar una semanita en ese paradisíaco país. Llevábamos una cajita de bombones, porque como somos gente civilizada sabemos que lo de trabajar un fin de semana no es agradable, y queríamos recompensar al cónsul por su esfuerzo extra.
El consulado se encuentra en un barrio residencial, y es un chalet de dos pisos distinguible de los demás porque en su jardín hay una bandera de Vanuatu. Antes de que pudiéramos acercarnos a llamar a la puerta vimos que salía una señora china con dos perros enanos, alteradísimos, que no paraban de ladrar con esos ladridos agudos enervantes que tienen los perros enanos alteradísimos. Debo confesar que sentí cierta satisfacción interna al comprobar que los ladridos que oía al otro lado del teléfono en su día se correspondían con el tipo de chucho que había imaginado. El caso es que, un poco extrañados por ver salir a una china del consulado de Vanuatu, nos acercamos a consultar a esta buena señora. Le dijimos que teníamos una cita con el Sr Cónsul, Mr William Longwah, para tramitar unos documentos. Su respuesta, la mar de diplomática, fue el inicio, de, como ya he dicho, una hora surrealista. “Cuando acaben de cagar los perros”, vino a decir. Afirmaciones de este tipo no dan lugar a la negociación, así que nos resignamos a esperar a que esas ratitas melenudas hicieran sus diplomáticas cacas antes de entrar en el consulado.
Una vez satisfechos los animalitos demoníacos, esta señora nos invitó a pasar a una sala enorme, con una mesa larga en medio, unos sofás pegados a las paredes, al lado de una televisión, y una gran cocina al fondo. De esta habitación salían unas escaleras hacia el piso de arriba. Al entrar, la china desapareció, dejándonos de pie ahí en medio sin saber muy bien qué hacer. En la mesa estaba sentado un hombre con aspecto aborigen dándose un festín con un pollo asado que nos dedicó la primera de las múltiples sonrisas que nos iba a regalar durante el rato que estuvimos allí. Mientras comía disfrutaba de un documental sobre hombres Cromagnon, a todo volumen, en la televisión. En uno de los sofás había otro hombre de aspecto aborigen, ahora puedo asegurar que de Vanuatu, al lado de dos maletas enormes. Éste no nos sonrió ni miraba a la tele. Estaba muy concentrado en algún punto de la pared como para hacer caso al universo circundante. Debimos pasar un par de minutos ahí de pie cuando comenzó a sonar el teléfono. Por las escaleras apareció un chino bajito, canoso y calvo, con una gran barriga y unas piernas delgaditas, vestido con un bañador/calzoncillo azul y una camisa hawaiana de manga corta. Este buen señor, que supongo era William Longwah, podía estar perfectamente asando patos en Shanghai. Tras colgar el teléfono nos invitó a sentarnos en los sofás, y tras intercambiar unas palabras en francés con el hombre que se estaba dando el homenaje, desapareció escaleras arriba. Estuvimos sentados un cuarto de hora, entre el hombre concentrado en la nada y el glotón risueño. Tuvimos tiempo de sobra para estudiar la decoración de la casa, en la que destacaban el papel pintado con flores, un barco en miniatura de tamaño descomunal en increíble equilibrio sobre la televisión, y una estantería con montones y montones de conchas marinas. Pensamos que se habían olvidado de nosotros cuando por la puerta de la calle apareció otro chino, también en bañador, jovencito éste, que se dirigió a nosotros con muy poca educación. Le explicamos que queríamos hacer un visado ya que por correo no nos lo habían podido hacer. Tras mirar el reloj, dijo: “es tarde”. Eran las tres. Inmediatamente después desapareció por la escalera con los papeles de Paula y nos dejó, de nuevo, ante las inquietantes sonrisas del amigo vanuatuense, que alternaba su atención entre el pollo, los cromagnones y nosotros.
Volvió tras unos minutos, visado en mano, como quien acaba de ponerse en paz con su colon. Durante el tiempo que estuvimos esperando, una mujer apareció de la nada y se puso a conversar con el amigo comilón en una lengua ininteligible. Tengo la seguridad de que hablaban de nosotros (todo el mundo ha pasado alguna situación similar), y debíamos resultarles realmente cómicos porque en cierto momento ambos estallaron en una sonora y larga carcajada. El chino joven, secretario, hijo o sobrino del cónsul, nos invitó con bastantes malos modos a abandonar la casa-consulado. Aún hoy recuerdo la sensación al encontrarme al otro lado de la puerta de no tener muy claro nada de lo que había sucedido. Eso sí, los bombones estaban deliciosos.
Todavía no sé si Vanuatu pertenece a los chinos o si fuimos partícipes de un elaborado y fantástico timo. Sí sé, porque también la recuerdo perfectamente, la cara del oficial vanuatuense al ver el visado que le presentamos. “¿De dónde habéis sacado esto?”, preguntó. “De un sueño”, tuve ganas de responder.
El consulado se encuentra en un barrio residencial, y es un chalet de dos pisos distinguible de los demás porque en su jardín hay una bandera de Vanuatu. Antes de que pudiéramos acercarnos a llamar a la puerta vimos que salía una señora china con dos perros enanos, alteradísimos, que no paraban de ladrar con esos ladridos agudos enervantes que tienen los perros enanos alteradísimos. Debo confesar que sentí cierta satisfacción interna al comprobar que los ladridos que oía al otro lado del teléfono en su día se correspondían con el tipo de chucho que había imaginado. El caso es que, un poco extrañados por ver salir a una china del consulado de Vanuatu, nos acercamos a consultar a esta buena señora. Le dijimos que teníamos una cita con el Sr Cónsul, Mr William Longwah, para tramitar unos documentos. Su respuesta, la mar de diplomática, fue el inicio, de, como ya he dicho, una hora surrealista. “Cuando acaben de cagar los perros”, vino a decir. Afirmaciones de este tipo no dan lugar a la negociación, así que nos resignamos a esperar a que esas ratitas melenudas hicieran sus diplomáticas cacas antes de entrar en el consulado.
Una vez satisfechos los animalitos demoníacos, esta señora nos invitó a pasar a una sala enorme, con una mesa larga en medio, unos sofás pegados a las paredes, al lado de una televisión, y una gran cocina al fondo. De esta habitación salían unas escaleras hacia el piso de arriba. Al entrar, la china desapareció, dejándonos de pie ahí en medio sin saber muy bien qué hacer. En la mesa estaba sentado un hombre con aspecto aborigen dándose un festín con un pollo asado que nos dedicó la primera de las múltiples sonrisas que nos iba a regalar durante el rato que estuvimos allí. Mientras comía disfrutaba de un documental sobre hombres Cromagnon, a todo volumen, en la televisión. En uno de los sofás había otro hombre de aspecto aborigen, ahora puedo asegurar que de Vanuatu, al lado de dos maletas enormes. Éste no nos sonrió ni miraba a la tele. Estaba muy concentrado en algún punto de la pared como para hacer caso al universo circundante. Debimos pasar un par de minutos ahí de pie cuando comenzó a sonar el teléfono. Por las escaleras apareció un chino bajito, canoso y calvo, con una gran barriga y unas piernas delgaditas, vestido con un bañador/calzoncillo azul y una camisa hawaiana de manga corta. Este buen señor, que supongo era William Longwah, podía estar perfectamente asando patos en Shanghai. Tras colgar el teléfono nos invitó a sentarnos en los sofás, y tras intercambiar unas palabras en francés con el hombre que se estaba dando el homenaje, desapareció escaleras arriba. Estuvimos sentados un cuarto de hora, entre el hombre concentrado en la nada y el glotón risueño. Tuvimos tiempo de sobra para estudiar la decoración de la casa, en la que destacaban el papel pintado con flores, un barco en miniatura de tamaño descomunal en increíble equilibrio sobre la televisión, y una estantería con montones y montones de conchas marinas. Pensamos que se habían olvidado de nosotros cuando por la puerta de la calle apareció otro chino, también en bañador, jovencito éste, que se dirigió a nosotros con muy poca educación. Le explicamos que queríamos hacer un visado ya que por correo no nos lo habían podido hacer. Tras mirar el reloj, dijo: “es tarde”. Eran las tres. Inmediatamente después desapareció por la escalera con los papeles de Paula y nos dejó, de nuevo, ante las inquietantes sonrisas del amigo vanuatuense, que alternaba su atención entre el pollo, los cromagnones y nosotros.
Volvió tras unos minutos, visado en mano, como quien acaba de ponerse en paz con su colon. Durante el tiempo que estuvimos esperando, una mujer apareció de la nada y se puso a conversar con el amigo comilón en una lengua ininteligible. Tengo la seguridad de que hablaban de nosotros (todo el mundo ha pasado alguna situación similar), y debíamos resultarles realmente cómicos porque en cierto momento ambos estallaron en una sonora y larga carcajada. El chino joven, secretario, hijo o sobrino del cónsul, nos invitó con bastantes malos modos a abandonar la casa-consulado. Aún hoy recuerdo la sensación al encontrarme al otro lado de la puerta de no tener muy claro nada de lo que había sucedido. Eso sí, los bombones estaban deliciosos.
Todavía no sé si Vanuatu pertenece a los chinos o si fuimos partícipes de un elaborado y fantástico timo. Sí sé, porque también la recuerdo perfectamente, la cara del oficial vanuatuense al ver el visado que le presentamos. “¿De dónde habéis sacado esto?”, preguntó. “De un sueño”, tuve ganas de responder.
Que grande Fito!!!
ResponderEliminarMe ha encantado, deberías presentar esto a un concurso de relatos, lo tiene todo. Principio intrigante, personajes misteriosos, animales tratados según dicta la sociedad protectora de animales, suspense, desconcierto, humor, y un final brutal. Conozco a gente que con estas cosas se gana un extrasueldo, jejeje.
Mucho ánimo, y tengo que decirte que por lo que has contado de Tailandia, es tal como me la imagino, que asco de Europeos....
Un besote muy grande, y si habeis conseguido suficientes millas aereas, pasaos por Boston, que en marzo ya estaré por allí...
Miguel