domingo, 26 de noviembre de 2017

Sagrado Corazón

Hace ya unos años, en una de esas ocasiones en las que uno está haciendo un sudoku samurai y el cerebro aprovecha para reorganizar los recuerdos, me dio por pensar en mi profesor de latín en el colegio. Respondía este caballero al nombre de Cecilio y era un monje de la congregación de los Corazonistas. Fue una elección un tanto extraña como evocación inesperada, este Cecilio era un profesor horroroso y una persona un poco repelente, el único recuerdo que tengo claro de él es que olía mucho a sobaco. Mucho. Y no a sudor, a sobaco. Era ya una persona mayor cuando me dio clase, debía rondar los sesenta años. De él mi pensamiento pasó al hermano Ortega, de lejos el mejor profesor que he tenido en mi vida. Me impartió Física y Química dos años, durante los cuales me torturó casi a diario para hacerme deducir, delante de toda la clase, la lección del día. Me sacaba a la pizarra y me usaba para razonar las fórmulas que rigen las fuerzas en los planos inclinados, o los modelos atómicos. Todo entre unos gritos salvajes e insultos graves a mi inteligencia. El problema, aparte de mi tozudez nativa, era que Ortega había enseñado años antes a mi hermana (hoy doctora en físicas) y a mi hermano (hoy ingeniero industrial), con mentes mucho más capacitadas que la mía para esos asuntos. Tengo la absoluta seguridad de que fui una decepción continuada para él, de hecho unos años después de entrar en la universidad fui con mi hermano a visitarle. No pudo evitar su desencanto cuando supo que estudiaba farmacia, "una carrera menor", en sus propias palabras. Quizá le hubiera gustado saber que le usé como modelo cuando me tocó dar clase a otros estudiantes de carreras menores (en la parte de hacer razonar, no la de humillar).


Ortega también debía rondar los sesenta años cuando nos sufrimos mutuamente. Mi pensamiento se lanzó entonces por otros derroteros. La mayoría de mis profesores del colegio eran bastante talluditos hacía 20 o 30 años... ¿Seguirían vivos? Se ve que ese día no tenía otra cosa mejor que hacer que ponerme a jugar al detective necrológico, así que me puse a averiguar por Internet.
Lamentablemente, la búsqueda resultó casi completamente infructuosa. La primera dificultad que me encontré fue que de casi todos no recordaba el nombre, solo el mote (ahí estaban el Bombilla, el Borracho, el Tortuga, el Mosca -jamás un mote fue más adecuado-, el Villo o la Gorda), o el nombre o el apellido (Pablo, Marcos, David, Teófilo, Ortega, Contreras). Sin embargo, de uno de ellos, quizá porque su nombre sonaba como un trabalenguas o porque era especialmente musical, mi mente conservaba el nombre completo... Vicente Ugarte Aizpeurrutia. El hermano Vicente. Este hombre fue director del colegio durante un tiempo y mi profesor de matemáticas un par de años. De él recuerdo que se encargaba de organizar las filas para entrar a clase por las mañanas (megáfono en mano), de que cien almas infantiles rezasen al unísono en el comedor (megáfono en mano) y de repartir premios-piruletas- y humillaciones-insultos- según los sobresalientes y suspensos que hubieses sacado al final de cada evaluación. Y todo ello lo hacía manteniendo el orden mediante unos capones salvajes con una mano en la que tenía anillo descomunal; sí, con el megáfono en la otra mano. 

El caso es que al meter Vicente Ugarte Aizpeurrutia en Google, al fin encontré algo. Había muerto. Y no solo eso. Di con un blog que le dedicaba una alegoría al más que probable sufrimiento en los infiernos de este señor. La entrada de este blog ya no existe, el autor tuvo a bien retirarlo por su carácter ofensivo, pero los comentarios de sus lectores continúan ahí. En esos comentarios (que recomiendo leer a quien tenga tres o cuatro horas por delante de insomnio) descubrí que mi colegio era algo así como una pesadilla para muchos ex-alumnos. Decenas de personas relataban allí un sufrimiento inigualable, infancias destrozadas a manos de monjes desalmados, violencia extrema, incluso alguna muerte. Leer todas esas salvajadas me obligó a realizar un ejercicio que no había llevado a cabo hasta entonces: analizar mi vida colegial desde mi punto de vista de adulto.

La primera conclusión a la que llegué es que era un pequeño milagro que los alumnos de ese colegio estuviesen sistemáticamente entre los que mejores notas sacaban en selectividad. Ahora me percato que no es normal que el Pedrito, un ceporro que tenía un llavero de una clínica capilar, fuese profesor de gimnasia... y de historia. O que el Borracho igual te enseñara a arreglar un sifón que te hacía aprenderte un soneto de Quevedo. Por no hablar de otro, cuyo nombre no recuerdo, que siendo profesor de lengua utilizaba invariablemente "¿lo qué?" cuando no entendía lo que le decían. Había profesores brillantes (pocos), sí, pero otros se pasaban horas mirando al infinito; horas en las que la misión de sus alumnos era estar callados. 


La segunda conclusión es que viví muchos episodios de violencia. No tengo muy claro si todas las imágenes que acuden a mi mente de agresiones de los profesores hacia sus alumnos (y a veces de alumnos a profesores) son mías o las he incorporado de anécdotas ajenas. Estoy seguro de haber visto borradores y tizas lanzadas a cabezas, he visto niños levantados del suelo por las patillas, y muchos, muchos capones. De hecho, uno de los primeros recuerdos que tengo de ese colegio es de un tal hermano Florentino, que me sacudió uno por pintar la bandera de España al revés (con 4 años). También recuerdo claramente que algunos alumnos eran un blanco fácil para la violencia verbal, la humillación, tanto de los profesores como de sus compañeros. Y que toda esta violencia era tomada con cierta naturalidad por los afectados y los espectadores, como si cada uno estuviese cumpliendo con un papel asignado por el destino. Da vértigo pensarlo como padre.


La tercera conclusión es que varios de mis profesores estaban algo tarados. Los había directamente locos, como un tal Chacho, del que se decía que era cura. Ese hombre desvariaba absolutamente, hasta el punto de que sus discursos eran absolutamente incomprensibles. A veces, como respuesta a una pregunta, emitía solo un "tsssshhhhhh", como una serpiente. Y seguía con lo suyo. De Roberto, que también llegó a director, comenzamos a elaborar una lista de todos los sinsentidos que nos soltaba en sus clases de matemáticas. Pensándolo bien no sé si era un chalado o era bipolar, o simplemente un payaso. Luego estaba el Lago, profesor de música y dibujo. Una mala persona. Quemó una flauta en clase, sin venir a cuento. Bastante revelador.


La última conclusión, que resume las tres anteriores, es que viéndolo en perspectiva, ese lugar me parece una oda a la entropía universal. En mis tiempos en ese colegio reinaba una especie de equilibrio caótico en la que cientos de niños y unos cuantos profesores (me parto cuando ahora se habla de masificación en las aulas) se coordinaban mágicamente para sobrevivir después de diez o quince años de convivencia. Y no solo eso, algunos de ellos, tanto alumnos como profesores, lo hacían preparados para enfrentarse al mundo. Creo que a este descontrol le debo la felicidad con la que recuerdo mis años allí. Porque, pensándolo hoy, las fantásticas amistades que establecí con los compañeros de mi época, razón de mis memorias felices, no habrían sido iguales en un entorno más, por decirlo así, normal. Les habría faltado ese toque de unión para la supervivencia que las hizo especiales, muy intensas. Al estilo de El Señor de las Moscas.


En fin, que gracias a Cecilio pude repasar mi vida escolar en el Sagrado Corazón. Y me hizo darme cuenta de que pasé 14 años allí. 14. De ese tiempo me llevé recuerdos propios o prestados, buenos y malos. Lo que es innegable es que ese colegio es en parte responsable de lo que es mi vida hoy, así, sin más. Y también lo es de que sea un agnóstico convencido, pero eso ya es otra historia.

sábado, 18 de noviembre de 2017

De la sordera, la ceguera y la idiotez

Hace unas semanas, escribiendo sobre el nacimiento de Santiago, defendía que el olvido del parto por parte de la madre es la razón que explica que la raza humana haya llegado hasta el siglo XXI. Reflexionando un poco más sobre el tema debo admitir que fue un análisis muy incompleto. La evolución también nos ha dotado de otra virtud, al menos igual de importante, que permite que nos sigamos multiplicando. Se trata de una virtud compleja, secuencial.

Una parte de esta virtud es la ceguera y sordera preparental. A diferencia del olvido del parto, que supongo que solo afecta a las madres (y a los padres que asisten al nacimiento de sus hijos bajo el efecto de los ansiolíticos) la ceguera y sordera preparental afectan a ambos. Estos atributos son especialmente acusados en aquellos afortunados humanos que gozan de un fuerte instinto de paternidad. Es fácil deducir en qué consiste este pequeño milagro evolutivo: los futuros padres primerizos no escuchan y no ven, o mejor dicho, deforman lo que ven. Pongo algunos ejemplos prácticos, todos ellos basados en mi propia experiencia, de conversaciones y situaciones vividas antes de que Santiago viniera a aderezar mi aburrida existencia.

- "Duerme ahora que puedes porque vas a ver... olvídate de dormir".  Yo, como futuro padre pensaba que algo menos dormiría, sí, que estaría un poquito más cansado de cuando en cuando. Que habría noches un poco más difíciles. No. Tu hijo se va a despertar berreando tres, cuatro, cinco, veinte veces por noche. Eso es normal. Pero es que para el padre primerizo lo que uno conoce como sueño, esto es, unas cuantas horas de desconexión continuada, desaparece. Queda sustituido por una especie de calma tensa en la que todo tu organismo está atento al mínimo movimiento de la criaturita. Al menor estímulo uno salta. Los momentos más agobiantes de mi vida hasta hoy han sido esperando volver a escuchar la respiración de Santiago cuando cambiaba de posición o respiraba bajito. Qué horror. El caso es que durante meses, esto es, durante cientos de noches, no hay descanso nocturno. Como consecuencia, los días correspondientes se viven como dentro de una neblina en la que el cerebro está haciendo un esfuerzo ímprobo para mantener el rumbo y la dignidad. La sensación de estar descansado desaparece. Espeluznante.

- "Aprovecha para hacer TODO lo que te gusta, porque tu vida, tal como la conoces, se acabó". Otra exageración, piensa uno. Pero cómo no voy a tener tiempo para tumbarme a leer plácidamente, cómo no voy a poder ver los partidos del Madrid, cómo no voy a poder salir de cuando en cuando a tomar unas cañejas. Y no. No se puede. Porque tu existencia está comandada por las necesidades de un animal que requiere atención continuada, o para decirlo correctamente, que el padre primerizo cree que requiere atención continuada. Y los raros momentos en que tienes tiempo para hacer algo para ti cualquier actividad supone tal esfuerzo debido a la fatiga, que duermes.

- "Vas a desaparecer para tu mujer". Pero eso es imposible, con lo felices que somos juntos que vamos a tener un hijo... éste tiene problemas en su matrimonio y se los achaca al nene. Ayyyy inconsciente. Después del nacimiento del primer hijo, el hombre pasa a ser otro objeto utilitario más de la casa, como la lavadora, o el carrito de la compra. Un poco más completo, una especie de Thermomix. Sin ningún período de transición que dulcifique un poco el proceso, de la noche a la mañana todas las atenciones, cariños, miradas y demás muestras de afecto son dedicadas a un ser diminuto que se caga encima. El humano macho queda reducido a un asistente, un mozo de carga, una mula, algo así. Afortunadamente la hembra humana, sin duda por pena, suaviza un poco la situación con el paso del tiempo. Pero solo un poco.

Hay muchas otras advertencias que un padre primerizo recibe como "detestarás el parque sobre todas las cosas", "vas a pasarte un año enfermo" o "estarás siempre, siempre, siempre preocupado por algo" que son absolutamente ciertas. La más directa me la dio una persona muy querida cuyo nombre no desvelaré por si sus hijos leen un día estos textos... "A Paula y a ti se os ve muy bien, quedaos así, en serio, no tengáis hijos, los hijos son una lata". Obviamente, no escuché a ninguno de ellos.

No menos reveladores sobre la sabiduría de la madre naturaleza son los casos de ceguera prepaternal, o mejor dicho, deformación visual prepaternal. Un par de ejemplos:

- Los niños que chillan como bestias en supermercados, ascensores y restaurantes. Qué maleducados, piensa uno, mi hijo no será así. Mi hijo dormirá plácidamente, o disfrutará ensimismado con mis declamaciones de Hesíodo. Y mira cómo el padre no hace absolutamente nada... Inevitablemente, meses, años después eres tú el que soporta, un tanto indiferente, la mirada indignada de ese jovencito que piensa que su futuro hijo jamás estará totalmente fuera de control en un tren, durante horas...

- Cuántas veces le han enseñado a uno dibujos horrendos, líneas sin sentido, collages indescifrables, ceniceros que deberían tener forma de corazón y parecen berenjenas. Tú respondes uy qué boniiiiiitooooo pero en realidad piensas... este desgraciado, su hijo tiene un ojo vago y mira lo orgulloso que está. Será capaz de no reconocer que ese bodrio es horroroso... pobrecito mío. Pues bien, hoy, en mi mesa de despacho tengo dos fascinantes pinturas abstractas de Santiago, ambos regalos de cumpleaños. Y es que un prepadre no ve y desde luego no comprende todo lo que hay detrás de esa mancha azul que debería ser un árbol y que tu hijo ha hecho para ti.

Otros ejemplos más básicos pero no menos reales: uno no se da cuenta de las ojeras de los padres alrededor, de las persecuciones desesperadas tras el muchachito que se embala hacia el paso de cebra, no se ve que los niños desobedecen por principio, que hay un momento en que empiezan a llevar la contraria porque sí, que saltan en los charcos, que lo ensucian todo, siempre, que les gusta mucho más destruir que construir, que son máquinas de desordenar, de producir detritos... o sí, sí se ve. Pero uno piensa que eso son los niños de los otros, de los malos gestores, educadores deficientes. Que con todo mi amor, mediante la discusión, el razonamiento y métodos de hipnosis, mi hijo no será así. Iluso.

Lo dicho, la sordera y la ceguera prepaternales han ayudado a llegar hasta aquí, sí. Pero eso no son suficientes para asegurar la supervivencia de la especie. En algunos casos graves, como es el mío, la ceguera y la sordera prepaternal se convierten en inconsciencia/idiotez/chulería prepaternal. Ésta es la otra parte de la virtud que nos ha regalado la evolución. En algunos casos, digo, uno decide tener otro hijo, y no solo eso, uno está convencido de que esta vez, con todo lo aprendido, dormirá tranquilo, la vida marital no variará en absoluto, imposible que esta vez el nene se ponga a chillar inconsolable en el Carrefour... Uno cree ir en contra de la evolución cuando lo único que se hace es alimentarla. Inconsciencia e idiotez, algo de chulería, poco más hay que decir. Y los hay peores. Hay quien tiene tres, cuatro, cinco hijos. Voluntariamente. Eso ya es deformación por extremismo religioso, masoquismo o absoluto desprecio a la propia persona por el bien de la humanidad (héroes no reconocidos que ayudarán a pagar mi pensión).

Es verdad que al menos se aprende en el proceso. Se comienza a escuchar a los demás padres. Y se ve a los demás niños de un modo indulgente. Lo que es muy muy inquietante es que, invariablemente, cuando hablo de todo esto con los padres más veteranos, el comentario que siempre recibo como respuesta es: no te quejes, que lo peor está por llegar. Me gustaría no haberlo escuchado.

domingo, 12 de noviembre de 2017

Consejo

Según voy juntando años me voy volviendo (más) indeseable. Soy de ésos que dice "a mí no me gusta dar consejos" justo antes de clavar una recomendación vital al que generalmente viene buscando desahogo y no recetas mágicas para mejorar su existencia. Tengo un montón de recomendaciones para dar, de diferentes fuentes, desde las recibidas de los sabios que he conocido a las del horóscopo del Cosmopolitan. Sin embargo, me siento especialmente orgulloso de los consejos que he elaborado en base a mi experiencia vital, y eso los digo con la introducción habitual de "mi corta vida me ha enseñado que..." o el peor todavía "lo que yo me aplico es lo siguiente...". Ahí hincho el pecho y suelto el consejo con un tono de voz cómplice. Lo dicho, un indeseable.

Últimamente, como tengo varias personas a mi cargo en el laboratorio, me veo en la obligación de dar muy frecuentemente uno de estos consejos de elaboración propia. Para ser más exacto, tengo varios franceses a mi cargo en el laboratorio. Siendo la francesa la sociedad más hipócrita que he encontrado en mi corta vida (indeseable de nuevo), es muy habitual que mis colaboradores vengan a verme con el cuchillo entre los dientes criticando lo que (no) hacen, cómo son, cómo andan, la supina ignorancia o la existencia de François, Jules o Marie-Pierrette, que suelen ser compañeros de comidas y desventuras del crítico de turno.

Mi primera respuesta ante éste tipo de críticas es invitar a una conversación franca entre los dos afectados para intentar resolver el problema. Me ha llevado un tiempito comprender que las conversaciones francas, y mucho más si incluyen una crítica directa, son absolutamente incompatibles con haber sido criado en Francia. Yo sigo insistiendo con la recomendación, aunque ya sé que la respuesta que voy a obtener va a ser un "oui, oui" acompañado de una caída de ojos hacia la izquierda muy característica. Como digo, la conversación franca no ha ocurrido nunca hasta hoy. Me ha llevado un poquito más de tiempo comprender que en realidad el ser humano francés precisa del conflicto interpersonal y de la queja perpetua para sentirse realizado. Así que por lo general no le doy mayor importancia a estas situaciones pero cumplo muy ufano mi obligado papel de jefe conciliador, que me va en el sueldo. Por otra parte, ya no me sorprende que crítico y criticado (que muy frecuentemente suelen intercambiar papeles) parezcan tan amigos en la máquina de café.

Se puede decir que la crítica vacía, sin ningún ánimo de hacerla constructiva y desde luego sin ningún tipo de acción detrás es una necesidad para mis colaboradores franceses. He aprendido a vivir con ello y no pienso malgastar mis fuerzas intentando cambiar tradiciones milenarias. Sin embargo, soy del tipo de indeseable que cree que con un esfuercito de cada uno podemos hacer la convivencia humana un poquito menos desagradable. Y ahí viene el consejo que tanto repito. Ejemplo práctico: "Adolfo, no puedo soportar a Clémence porque en cada reunión, sin venir a cuento, enumera las leyes de Fick, las enumera mal y además aparca su coche muy pegado al de los demás". Después de invitar a una conversación franca sobre la pedantería, las leyes básicas de la difusión y el código de circulación, Adolfo hincha el pecho, pone tono cómplice (estoy pensando incorporar la mirada por debajo de las gafas, así en modo relojero que conversa) y dice: "Por otra parte, te diré que mi corta vida me ha enseñado que es mucho más fácil mejorar como persona si en vez de intentar imitar las virtudes de las pocas grandes personas que te encuentras en tu existencia te dedicas a evitar los defectos de todas las que conoces, sean buenos, malos, indeseables o incluso grandes personas". Así, como si fuese Lao Tse, o Martin Luther King. Sin duda, cuando cumpla unos cuantos años más, cerraré la frase con unas palmadas en la espalda. No puedo esperar.

Para que el consejo tenga el efecto deseado, que es que mi interlocutor pase de la fase de sorpresa y desagrado ante el indeseable que te da consejos a aplicar la recomendación para que la raza humana alcance el nirvana pronto, lo acompaño de unos cuantos ejemplos que he aplicado a lo largo de mi vida:
- Tuve una jefa que era (supongo que es) una tirana. Una ignorante de primer orden. Una engreída que hablaba siempre con una falsa superioridad insultante (literalmente insultante). Gracias a ella aprendí que la gente de mi equipo, que confía en mí, se merece el mayor de mis respetos. Por ella aprendí a decir "no sé" y a felicitar a mi gente por sus logros. Ella me enseñó a escuchar y valorar a quien trabaja para mí.
- Tuve un jefe que era (supongo que es) un hipócrita, un encantador de serpientes, un aprovechado y un trepa. Una persona odiosa que jamás confió en mis capacidades científicas ni profesionales. Gracias a él aprendí que la ética laboral es importante para uno mismo y para tus compañeros, pero imprescindible para quien te considera jefe. Él me enseñó a ser justo y a animar siempre a dar un paso más, a confiar y dar confianza en las posibilidades de crecimiento de los que me rodean. A encontrar placer y no pesar en ayudar a quien trabaja conmigo. A defender y a apoyar a los miembros de mi equipo. A ser honesto con ellos. A no prejuzgar.
- Esos son ejemplos fáciles, de gente odiosa. Suelo poner otro más difícil, de un virtuoso, para que se comprenda el potencial beneficio de mi consejo. Mi padre (lo siento, papá) es la persona más honesta, justa, educada, respetuosa y responsable que he conocido. Sé que no voy a llegar nunca ahí. Sin embargo, hasta el día que se retiró, llegaba de trabajar a las ocho y se ponía a cenar delante del ordenador, para seguir trabajando. Por él salgo cada día del trabajo a las cinco y media para estar con mi familia y cuando llego a casa el móvil se queda dado la vuelta en una esquina del salón.

Esos tres ejemplos, suelo decir, han sido importantes para hacer mi existencia completa y muy feliz y tener una carrera profesional exitosa, al menos de momento. Hay muchos otros que a veces utilizo, y a los que aprovecho para agradecer por hacerme intentar ser mejor persona: a los mentirosos compulsivos, a los desleales,  a los antipáticos, a los manipuladores, a los violentos, a los irresponsables, a los gritones, a los pedantes, a los presuntuosos, a los presumidos y a los desagradables que se han cruzado en mi camino, a los trabajadores de correos, a mi casero en Irlanda, a los empleados de las embajadas y consulados de España, a Cristiano Ronaldo, a los políticos de mi país, a la maleducada del quinto y a tantos otros.

Con algunos de estos ejemplos me aseguro de que mi interlocutor comprende bien a lo que me refiero y espero que lleve a cabo un ejercicio que es muy simple y que ayuda mucho. Y lo digo en serio. Sin embargo, mientras escribo, me invade la duda. Es posible que en un futuro mis colaboradores continúen propagando mi consejo pero utilicen un ejemplo que empiece así: Tuve un jefe que era un indeseable que se dedicaba a dar consejos sin que se los pidieran, y encima te daba una palmadita en la espalda...

sábado, 4 de noviembre de 2017

Pequeño ensayo sobre la idiosincrasia argentina

"Galleguito lindo, quedate acá conmigo". Con estas palabras me recibió Argentina la primera vez que pisé aquel país. Me las dirigió una oficial de aduanas de unos 150 kilos. Desde entonces, estoy intentando comprender cómo funciona la mente de sus habitantes. Y después de ocho años de dedicada observación, creo haber encontrado finalmente la manera de describir al ser argentino. Excesivo. O extremista. O mejor, extremadamente excesivo.  El argentino es extremadamente excesivo.

En Argentina el gris no existe. El argentino vive en una continua dicotomía: ama u odia, está arriba o abajo, feliz o hundido, inmóvil o a toda velocidad. Y por difícil que pueda parecer, ambos extremos están ocurriendo al mismo tiempo. O mejor dicho, un extremo está en breve estado de hibernación mientras el otro tiene lugar de manera excesiva. El paso de un estado a otro es muy breve, a veces es inexistente. El término medio, lo que un no argentino podría considerar la normalidad, no es más que un estado de transición altamente inestable para ellos.  La normalidad argentina es el extremo.

Visto desde fuera, podría pensar uno que el ente argentino es en realidad un histérico de primera. Equivocación. Un histérico difícilmente puede interaccionar con otras personas. El histérico provoca repulsión. El argentino, sin embargo, es por lo general embaucador, tiene imán. Sería más exacto definirles como bipolares. Bipolares atractivos. Durante estos ocho años he intentando comprender qué es lo que provoca el paso de un extremo al otro en su comportamiento. Me he dado por vencido. Existe indudablemente un instinto, un código, algo impreso en lo más profundo de sus genes que desencadena la tormenta. O que les vuelve las personas más adorables del mundo, dependiendo del estado anterior. O que les lleva a sentirse como los reyes del mambo. O miserables. Así, he presenciado reuniones sociales de todo tipo en los que varios de los presentes lloran mientras algunos ríen y otros parecen estar a punto de pasar a las manos. Minutos después todo se entremezcla y los que lloraban se abrazan, los que ríen se pelean y los que se pelean lloran abrazados. Y al final de la reunión cada uno a su casa y hasta la siguiente. Como si nada.

Los detalles más nimios pueden desatar la euforia o desencadenar un enojo profundo en el argentino. Para los no iniciados, no hay ni que confiarse ni que preocuparse. Si se ha comprendido todo lo anterior se entenderá que minutos después el argentino pasará a otro estado completamente distinto. Ahora bien, es lógico deducir la dificultad de convivir con ellos. Una discusión acalorada deja a un no argentino enfadado durante horas o días. El argentino, desde luego, ha salido del enojo en cuestión de minutos y lo más probable es que ni siquiera recuerde lo que te ha llevado a ese estado. Lo dicho, difícil.

Al argentino hay que conocerle. Y saber quererle. Si no, es probable que uno se vuelva loco. Son seres extremadamente inteligentes, tienen un país fértil, rico y sin embargo son dejados y pobres. El argentino, aunque no haya salido de su aldea, suele tener una opinión para todo basada en la más básica de las evidencias. Tan básica que es insultante. El asado no se puede cocinar en menos de cinco horas, una "picadita" son kilos de comida y unos mates pueden durar una tarde entera. Al argentino con prisa no le hables, del argentino con ganas de hablar no escapas. No hay nadie más gracioso que un gracioso argentino. Messi es Dios, pecho frío que no canta el himno, pero Dios, con mayúscula. Sus gobernantes son ídolos a los que entregan todas sus esperanzas para mandarles a los infiernos cuando les decepcionan, de manera cíclica. Los argentinos son generosos hasta el extremo y se dejarán el alma porque te sientas bien con ellos. Las amistades argentinas son inquebrantables. Si te ponen la cruz, mejor desaparece. Las críticas argentinas son horrendas, desaforadas, crueles. Las alabanzas, también. Son los mejores, son los peores. El argentino vive en un estado de insatisfacción perpetua. El argentino es un teórico que tiene solución para todo mientras su país se cae y él sigue cocinando asados de cinco horas. Hablan espantados de su patria y lloran de alegría echando de menos lo que dejaron atrás.  El argentino tiene una increíble capacidad para el olvido pero no perdona casi nunca. Si a un argentino le sale mal un plan, es una consecuencia de la alineación de los planetas, el calentamiento global y los ingleses; sin embargo el argentino sabe perfectamente que lo hace todo bastante mal, aunque diga que lo hace todo bien. Los argentinos expatriados se evitan pero están siempre para ayudarse, se huyen pero cuando se encuentran son como hermanos. El argentino no insulta, reputea. No quiere, ama. Son agresivos, charlatanes y cuentistas; cuando un argentino te habla parece que quiere convencerte. Al argentino se le reconoce por la mirada pícara, viva, burlona, engreída y a la vez profundamente melancólica. Por su actitud de estar esperando que venga lo siguiente.

Se podría pensar que ser argentino es extenuante. No debe ser así, porque llegan a ancianos siendo como son. Me parece que conozco el truco. Al argentino, en realidad, le da todo un poco lo mismo. Incluida la argentinidad de sus congéneres. Si un argentino exagera, es excesivo y es extremista es porque todo va bien, ésa es su normalidad. Me ha parecido comprender que tienen claro que en este mundo estamos dos días y mejor explotarlos todo lo que se pueda, que todo da lo mismo y que más vale vivir en el exceso. El exceso está lejos del aburrimiento. Y el aburrimiento está cerca del sufrimiento. Y en realidad, lo que el argentino quiere es no sufrir, buscando el sufrimiento de manera continua, claro.



miércoles, 1 de noviembre de 2017

Parto

31 de Octubre de 2014. Llevaba poco tiempo en mi oficina, serían aproximadamente las 8:30 de la mañana. El día era gris, lo cual no era ninguna novedad. Estaba preparando mi clase del día, sobre bioequivalencia si la memoria no me falla. Entonces me llamó Paula. No era una falsa alarma, o quizá sí, pero convenía que fuese a casa. Pedí un taxi. Del trayecto recuerdo que el taxista me hablaba sobre anécdotas de mujeres parturientas, sobre los partos de sus propios hijos. A uno de ellos no llegó por el tráfico. Creo que intentaba relajarme con una táctica un tanto arriesgada. Afortunadamente, no tardamos en llegar a la última casa que tuvimos en Dublín, qué hermosa. Al entrar, encontré a Paula en la bañera del cuarto de baño de invitados. Me enseñó un papel donde tenía apuntadas la hora y la duración de cada contracción. No tengo ni idea de qué hablamos pero momentos después estábamos en el coche camino de la maternidad. Paula se retorcía de dolor. Y no tenía idea de que le quedaban 17 horas.

En la maternidad tuvimos que esperar en la entrada una hora porque el recepcionista no estaba. Ahí la situación perdió casi todo su romanticismo. Paula retorciéndose, con su maleta, en la sala de espera... al lado de abuelos con ramos de flores. Y yo con cara de aquí estamos. Finalmente nos atendieron con una actitud muy irlandesa, muy desenfadada. Más o menos como cuando siete meses antes nos habíamos acercado aterrados con un test de embarazo positivo en la mano. En su día nos mandaron para casa con una palmadita en la espalda, entonces nos hicieron rellenar no sé cuántos papeles, pese a que habíamos ido a la maternidad por lo menos veinte veces antes. Todo entre chistes y comentarios sobre el tiempo. Lo dicho, muy irlandés. Acto seguido nos enviaron a una primera sala en la otra punta del hospital donde nos confirmaron que sí, que Santiago venía. Eso animó a Paula, que empezó de nuevo a controlar sus respiraciones, a colocarse como le habían enseñado, y volvimos a apuntar la hora y la duración de cada contracción... dónde estará esa lista que nunca vio nadie. No duraría mucho la concentración. De ahí nos mandaron a la sala de preparación para el parto, de nuevo en la otra punta de la maternidad.

La sala de preparación para el parto era un pabellón enorme con unos 10 habitáculos separados por cortinas. En cada habitáculo había una mujer preparándose para el parto, qué otra cosa se puede ir a hacer ahí. Una matrona controlaba todo. Aunque no se haya visto a una mujer pariendo, uno puede imaginar que no es un momento especialmente llevadero en su existencia. Recuerdo que había una que lloraba desconsoladamente; otra, al fondo, emitía grititos de cuando en cuando. No era agradable, pero se podía soportar y por un rato nuestro parto avanzó bien, entre masajes y posiciones más o menos rocambolescas. Y la lista de contracciones empezaba a quedarse pequeña. Para entonces Paula ya andaba cansada, debían ser las dos de la tarde. Fue entonces cuando al habitáculo de al lado llegó la mujer-cerda. Esa mujer no gritaba, esa mujer chillaba desaforadamente, de manera continua. Absolutamente insoportable. Ahí se desbarató todo. En cierto momento de desconexión absoluta Paula le gritaba a la cortina que nos separaba de ella: "CALLATEEEE PELOTUDAAAAAA" o "LA P*** QUE TE RECONTRAMILPARIÓ" entre otras lindezas. Recuerdos imborrables. Así estuvimos un par de horas. Cuando finalmente nos sacaron de la sala de preparación al parto para llevarnos a la sala de parto, en la otra punta de la maternidad, Paula estaba mucho menos preparada que cuando entró.

La sala de parto era individual, afortunadamente. Con una de esas camas que se mueven y ajustan de todas las maneras posibles. Tengo terror a esas camas, me da miedo que empiecen a moverse solas y uno acabe hecho un cuatro ahí dentro. La sala tenía un gran ventanal desde el que se veía todo el barrio. En ese barrio fue donde Paula y yo tuvimos nuestra primera casa en Dublín, una caja de cerillas por la que pagábamos una fortuna. Hermoso. La dilatación no andaba bien, las contracciones eran flojitas... la cosa iba para largo. Al rato de llegar vinieron a preguntarnos si nos importaba que un bombero presenciase el parto, por lo visto era parte imprescindible de su formación. Todo seguía siendo muy irlandés, muy de andar por casa. Aceptamos, porque somos gente comprometida con la seguridad de nuestros congéneres. Así que ahí se nos unió este buen señor, que se quedó sentado en una esquina. Ustedes hagan como si yo no estuviese, me dijo. Cada vez que le miraba el hombre tenía la vista fija en el infinito, un poco forzadamente, como para decirme: no estoy viendo lo que tu mujer le está enseñando al mundo. Lo dicho, un buen hombre, finalmente ayudó mucho.

Fue en esa sala donde descubrí un aparato demoníaco. Un cacharro que mide, por medio de unas sondas, el pulso del bebé y las contracciones de la madre. Es terrorífico. El corazón del bebé se ralentiza muchísimo justo antes de que la madre tenga una contracción. En las contracciones grandes el corazón se le para... se encienden unos pivotitos de alarma en la pantalla... a veces incluso pitaba. Nada bueno. Lo peor es que yo era el único que parecía prestarle atención. Qué mal rato. A Paula, que para entonces se ponía violeta en cada contracción, no le podía decir lo que estaba viendo. Y la matrona no le daba la menor importancia. Le busqué el lado positivo y decidí que podía avisar a mi mujer cada vez que se acercaba una contracción gigante, porque como digo venía precedida por una bajada brutal del pulso del bebé. La segunda vez que le dije a Paula "ahora te va una buena" me respondió, con toda la gentileza del mundo "pero dejate de j****". Decidí que esa pantalla no iba a ayudar para el resto del parto y no la miré más.

Aquello parecía ir mejor, pero iba muy lento. En cierto momento la matrona me preguntó si quería ver el pelo de mi hijo. Muy oscuro y mucho, me dijo... no como el padre. Socorridos siempre los chistes sobre mi alopecia para calmar el ambiente. El bombero, solidario, no se rió. Yo preferí no mirar. Fue más o menos para entonces, y ya debían ser las diez de la noche, cuando pedimos la epidural. Como para que nos arrepintiésemos, nos trajeron un papelito que teníamos que firmar en el que se nos explicaban todas las cosas horribles que podían llegar a pasarle a Paula si la anestesista erraba el tiro. Era una lista espeluznante, paraplejia era lo más suave que había escrito. Paula firmó relativamente tranquila, o más bien desesperada, porque qué podía ir mal, si no es más que una inyección. Evidentemente, al firmar desconocíamos el tamaño de esa aguja. La anestesista apareció con un fusil en la mano. Por Dios que no sabía que había agujas de tal grosor... Rememoré la lista de atrocidades al completo en los segundos eternos que tardó en inyectar.

A partir de ahí todo se aceleró, hasta el punto que la matrona, una chica apellidada McDonald y que no callaba un segundo, animaba a Paula a empujar más fuerte para tener un "niño Halloween". El bombero tampoco se rió. Santiago ya estaba casi fuera, pero no conseguía salir. Yo me sentía completamente inútil al lado de mi señora cumpliendo mi función imprescindible de apretar la mano (o mejor dicho, dejar que me la apretasen). Fue entonces cuando cometí el error más grave de ese día, del que aún intento recuperarme. En un momento dado una médico entró en la sala, tijeras en mano y me dijo, muy seria: "ahora no mire". No le hice caso. Efectivamente, su pelo era mucho más oscuro y abundante que el mío. Y había mucha sangre. No diré más.

Segundos después nació Santiago. Ya eran las 1:47 del 1 de Noviembre de 2014. No fue un niño Halloween. Fue un niño de todos los santos. Un ser azulado, resbaladizo. Con la cabeza de la forma de un plátano y una costra de sangre de su madre que le duró semanas. El ser más maravilloso del planeta tierra. Cuando abrió los ojos descubrí la misma mirada que tiene hoy cuando se despierta. Fue entonces cuando me tocaron mis milésimas de atención esa noche porque sentí que me temblaban las piernas. No de emoción, de flojera. Supongo que puse cara de hombre a punto de desvanecerse porque la médico de las tijeras me miró severamente, me señaló una silla en la esquina y me dijo: "Ahí". Espero que el bombero no se diese cuenta.

Lo que siguió después está bastante borroso en mi mente. Recuerdo que después de mi hijo salió su placenta (qué cosa horrenda) y que Santiago se quedó tranquilo, en el pecho de su madre. Al llegar a la sala postparto (en la otra punta de la maternidad, de nuevo habitáculos separados por cortinas, esta vez silenciosa) donde nos despedimos por siempre del bombero,  una matrona pakistaní totalmente dormida me ordenó: cambia a tu hijo. Tardó unos segundos en darse cuenta que eso era absolutamente inviable, no sabía ni cómo desabrochar el pijama para ponérselo.

Parece mentira que Paula haya sido capaz de pasar de nuevo por lo mismo un par de años después. La bipedestación, el pulgar prensil y la visión tridimensional están muy bien y son muy útiles para cazar un mamut o jugar a la Play (de pie). Es innegable que sin ellos el ser humano seguiría sentado en un árbol, plácidamente, mirando pasar la vida.  Huyendo de depredadores y muriendo a los 20 años, pero plácidamente. Y que el mundo sería muy distinto, quizá mucho mejor. En cualquier caso, no habríamos llegado hasta aquí si miles de años de evolución no le hubiesen inculcado al cerebro humano una profunda tara: el olvido maternal postparto. Nadie en su sano juicio se prestaría a sufrir tanto recordando lo vivido anteriormente. O quizá, viendo cómo Paula quiere a Santiago, a Almudena, uno sospecha que el parto no esté del todo olvidado (difícil de creer que una mujer olvide algo) y que en realidad las madres no están en su sano juicio.

Hoy hace tres años del nacimiento de Santiago Adolfo. Casualidad, o no, le hemos regalado un traje de bombero. Muchas felicidades, querido hijo.