"Galleguito lindo, quedate acá conmigo". Con estas palabras me recibió Argentina la primera vez que pisé aquel país. Me las dirigió una oficial de aduanas de unos 150 kilos. Desde entonces, estoy intentando comprender cómo funciona la mente de sus habitantes. Y después de ocho años de dedicada observación, creo haber encontrado finalmente la manera de describir al ser argentino. Excesivo. O extremista. O mejor, extremadamente excesivo. El argentino es extremadamente excesivo.
En Argentina el gris no existe. El argentino vive en una continua dicotomía: ama u odia, está arriba o abajo, feliz o hundido, inmóvil o a toda velocidad. Y por difícil que pueda parecer, ambos extremos están ocurriendo al mismo tiempo. O mejor dicho, un extremo está en breve estado de hibernación mientras el otro tiene lugar de manera excesiva. El paso de un estado a otro es muy breve, a veces es inexistente. El término medio, lo que un no argentino podría considerar la normalidad, no es más que un estado de transición altamente inestable para ellos. La normalidad argentina es el extremo.
Visto desde fuera, podría pensar uno que el ente argentino es en realidad un histérico de primera. Equivocación. Un histérico difícilmente puede interaccionar con otras personas. El histérico provoca repulsión. El argentino, sin embargo, es por lo general embaucador, tiene imán. Sería más exacto definirles como bipolares. Bipolares atractivos. Durante estos ocho años he intentando comprender qué es lo que provoca el paso de un extremo al otro en su comportamiento. Me he dado por vencido. Existe indudablemente un instinto, un código, algo impreso en lo más profundo de sus genes que desencadena la tormenta. O que les vuelve las personas más adorables del mundo, dependiendo del estado anterior. O que les lleva a sentirse como los reyes del mambo. O miserables. Así, he presenciado reuniones sociales de todo tipo en los que varios de los presentes lloran mientras algunos ríen y otros parecen estar a punto de pasar a las manos. Minutos después todo se entremezcla y los que lloraban se abrazan, los que ríen se pelean y los que se pelean lloran abrazados. Y al final de la reunión cada uno a su casa y hasta la siguiente. Como si nada.
Los detalles más nimios pueden desatar la euforia o desencadenar un enojo profundo en el argentino. Para los no iniciados, no hay ni que confiarse ni que preocuparse. Si se ha comprendido todo lo anterior se entenderá que minutos después el argentino pasará a otro estado completamente distinto. Ahora bien, es lógico deducir la dificultad de convivir con ellos. Una discusión acalorada deja a un no argentino enfadado durante horas o días. El argentino, desde luego, ha salido del enojo en cuestión de minutos y lo más probable es que ni siquiera recuerde lo que te ha llevado a ese estado. Lo dicho, difícil.
Al argentino hay que conocerle. Y saber quererle. Si no, es probable que uno se vuelva loco. Son seres extremadamente inteligentes, tienen un país fértil, rico y sin embargo son dejados y pobres. El argentino, aunque no haya salido de su aldea, suele tener una opinión para todo basada en la más básica de las evidencias. Tan básica que es insultante. El asado no se puede cocinar en menos de cinco horas, una "picadita" son kilos de comida y unos mates pueden durar una tarde entera. Al argentino con prisa no le hables, del argentino con ganas de hablar no escapas. No hay nadie más gracioso que un gracioso argentino. Messi es Dios, pecho frío que no canta el himno, pero Dios, con mayúscula. Sus gobernantes son ídolos a los que entregan todas sus esperanzas para mandarles a los infiernos cuando les decepcionan, de manera cíclica. Los argentinos son generosos hasta el extremo y se dejarán el alma porque te sientas bien con ellos. Las amistades argentinas son inquebrantables. Si te ponen la cruz, mejor desaparece. Las críticas argentinas son horrendas, desaforadas, crueles. Las alabanzas, también. Son los mejores, son los peores. El argentino vive en un estado de insatisfacción perpetua. El argentino es un teórico que tiene solución para todo mientras su país se cae y él sigue cocinando asados de cinco horas. Hablan espantados de su patria y lloran de alegría echando de menos lo que dejaron atrás. El argentino tiene una increíble capacidad para el olvido pero no perdona casi nunca. Si a un argentino le sale mal un plan, es una consecuencia de la alineación de los planetas, el calentamiento global y los ingleses; sin embargo el argentino sabe perfectamente que lo hace todo bastante mal, aunque diga que lo hace todo bien. Los argentinos expatriados se evitan pero están siempre para ayudarse, se huyen pero cuando se encuentran son como hermanos. El argentino no insulta, reputea. No quiere, ama. Son agresivos, charlatanes y cuentistas; cuando un argentino te habla parece que quiere convencerte. Al argentino se le reconoce por la mirada pícara, viva, burlona, engreída y a la vez profundamente melancólica. Por su actitud de estar esperando que venga lo siguiente.
Se podría pensar que ser argentino es extenuante. No debe ser así, porque llegan a ancianos siendo como son. Me parece que conozco el truco. Al argentino, en realidad, le da todo un poco lo mismo. Incluida la argentinidad de sus congéneres. Si un argentino exagera, es excesivo y es extremista es porque todo va bien, ésa es su normalidad. Me ha parecido comprender que tienen claro que en este mundo estamos dos días y mejor explotarlos todo lo que se pueda, que todo da lo mismo y que más vale vivir en el exceso. El exceso está lejos del aburrimiento. Y el aburrimiento está cerca del sufrimiento. Y en realidad, lo que el argentino quiere es no sufrir, buscando el sufrimiento de manera continua, claro.
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