domingo, 26 de noviembre de 2017

Sagrado Corazón

Hace ya unos años, en una de esas ocasiones en las que uno está haciendo un sudoku samurai y el cerebro aprovecha para reorganizar los recuerdos, me dio por pensar en mi profesor de latín en el colegio. Respondía este caballero al nombre de Cecilio y era un monje de la congregación de los Corazonistas. Fue una elección un tanto extraña como evocación inesperada, este Cecilio era un profesor horroroso y una persona un poco repelente, el único recuerdo que tengo claro de él es que olía mucho a sobaco. Mucho. Y no a sudor, a sobaco. Era ya una persona mayor cuando me dio clase, debía rondar los sesenta años. De él mi pensamiento pasó al hermano Ortega, de lejos el mejor profesor que he tenido en mi vida. Me impartió Física y Química dos años, durante los cuales me torturó casi a diario para hacerme deducir, delante de toda la clase, la lección del día. Me sacaba a la pizarra y me usaba para razonar las fórmulas que rigen las fuerzas en los planos inclinados, o los modelos atómicos. Todo entre unos gritos salvajes e insultos graves a mi inteligencia. El problema, aparte de mi tozudez nativa, era que Ortega había enseñado años antes a mi hermana (hoy doctora en físicas) y a mi hermano (hoy ingeniero industrial), con mentes mucho más capacitadas que la mía para esos asuntos. Tengo la absoluta seguridad de que fui una decepción continuada para él, de hecho unos años después de entrar en la universidad fui con mi hermano a visitarle. No pudo evitar su desencanto cuando supo que estudiaba farmacia, "una carrera menor", en sus propias palabras. Quizá le hubiera gustado saber que le usé como modelo cuando me tocó dar clase a otros estudiantes de carreras menores (en la parte de hacer razonar, no la de humillar).


Ortega también debía rondar los sesenta años cuando nos sufrimos mutuamente. Mi pensamiento se lanzó entonces por otros derroteros. La mayoría de mis profesores del colegio eran bastante talluditos hacía 20 o 30 años... ¿Seguirían vivos? Se ve que ese día no tenía otra cosa mejor que hacer que ponerme a jugar al detective necrológico, así que me puse a averiguar por Internet.
Lamentablemente, la búsqueda resultó casi completamente infructuosa. La primera dificultad que me encontré fue que de casi todos no recordaba el nombre, solo el mote (ahí estaban el Bombilla, el Borracho, el Tortuga, el Mosca -jamás un mote fue más adecuado-, el Villo o la Gorda), o el nombre o el apellido (Pablo, Marcos, David, Teófilo, Ortega, Contreras). Sin embargo, de uno de ellos, quizá porque su nombre sonaba como un trabalenguas o porque era especialmente musical, mi mente conservaba el nombre completo... Vicente Ugarte Aizpeurrutia. El hermano Vicente. Este hombre fue director del colegio durante un tiempo y mi profesor de matemáticas un par de años. De él recuerdo que se encargaba de organizar las filas para entrar a clase por las mañanas (megáfono en mano), de que cien almas infantiles rezasen al unísono en el comedor (megáfono en mano) y de repartir premios-piruletas- y humillaciones-insultos- según los sobresalientes y suspensos que hubieses sacado al final de cada evaluación. Y todo ello lo hacía manteniendo el orden mediante unos capones salvajes con una mano en la que tenía anillo descomunal; sí, con el megáfono en la otra mano. 

El caso es que al meter Vicente Ugarte Aizpeurrutia en Google, al fin encontré algo. Había muerto. Y no solo eso. Di con un blog que le dedicaba una alegoría al más que probable sufrimiento en los infiernos de este señor. La entrada de este blog ya no existe, el autor tuvo a bien retirarlo por su carácter ofensivo, pero los comentarios de sus lectores continúan ahí. En esos comentarios (que recomiendo leer a quien tenga tres o cuatro horas por delante de insomnio) descubrí que mi colegio era algo así como una pesadilla para muchos ex-alumnos. Decenas de personas relataban allí un sufrimiento inigualable, infancias destrozadas a manos de monjes desalmados, violencia extrema, incluso alguna muerte. Leer todas esas salvajadas me obligó a realizar un ejercicio que no había llevado a cabo hasta entonces: analizar mi vida colegial desde mi punto de vista de adulto.

La primera conclusión a la que llegué es que era un pequeño milagro que los alumnos de ese colegio estuviesen sistemáticamente entre los que mejores notas sacaban en selectividad. Ahora me percato que no es normal que el Pedrito, un ceporro que tenía un llavero de una clínica capilar, fuese profesor de gimnasia... y de historia. O que el Borracho igual te enseñara a arreglar un sifón que te hacía aprenderte un soneto de Quevedo. Por no hablar de otro, cuyo nombre no recuerdo, que siendo profesor de lengua utilizaba invariablemente "¿lo qué?" cuando no entendía lo que le decían. Había profesores brillantes (pocos), sí, pero otros se pasaban horas mirando al infinito; horas en las que la misión de sus alumnos era estar callados. 


La segunda conclusión es que viví muchos episodios de violencia. No tengo muy claro si todas las imágenes que acuden a mi mente de agresiones de los profesores hacia sus alumnos (y a veces de alumnos a profesores) son mías o las he incorporado de anécdotas ajenas. Estoy seguro de haber visto borradores y tizas lanzadas a cabezas, he visto niños levantados del suelo por las patillas, y muchos, muchos capones. De hecho, uno de los primeros recuerdos que tengo de ese colegio es de un tal hermano Florentino, que me sacudió uno por pintar la bandera de España al revés (con 4 años). También recuerdo claramente que algunos alumnos eran un blanco fácil para la violencia verbal, la humillación, tanto de los profesores como de sus compañeros. Y que toda esta violencia era tomada con cierta naturalidad por los afectados y los espectadores, como si cada uno estuviese cumpliendo con un papel asignado por el destino. Da vértigo pensarlo como padre.


La tercera conclusión es que varios de mis profesores estaban algo tarados. Los había directamente locos, como un tal Chacho, del que se decía que era cura. Ese hombre desvariaba absolutamente, hasta el punto de que sus discursos eran absolutamente incomprensibles. A veces, como respuesta a una pregunta, emitía solo un "tsssshhhhhh", como una serpiente. Y seguía con lo suyo. De Roberto, que también llegó a director, comenzamos a elaborar una lista de todos los sinsentidos que nos soltaba en sus clases de matemáticas. Pensándolo bien no sé si era un chalado o era bipolar, o simplemente un payaso. Luego estaba el Lago, profesor de música y dibujo. Una mala persona. Quemó una flauta en clase, sin venir a cuento. Bastante revelador.


La última conclusión, que resume las tres anteriores, es que viéndolo en perspectiva, ese lugar me parece una oda a la entropía universal. En mis tiempos en ese colegio reinaba una especie de equilibrio caótico en la que cientos de niños y unos cuantos profesores (me parto cuando ahora se habla de masificación en las aulas) se coordinaban mágicamente para sobrevivir después de diez o quince años de convivencia. Y no solo eso, algunos de ellos, tanto alumnos como profesores, lo hacían preparados para enfrentarse al mundo. Creo que a este descontrol le debo la felicidad con la que recuerdo mis años allí. Porque, pensándolo hoy, las fantásticas amistades que establecí con los compañeros de mi época, razón de mis memorias felices, no habrían sido iguales en un entorno más, por decirlo así, normal. Les habría faltado ese toque de unión para la supervivencia que las hizo especiales, muy intensas. Al estilo de El Señor de las Moscas.


En fin, que gracias a Cecilio pude repasar mi vida escolar en el Sagrado Corazón. Y me hizo darme cuenta de que pasé 14 años allí. 14. De ese tiempo me llevé recuerdos propios o prestados, buenos y malos. Lo que es innegable es que ese colegio es en parte responsable de lo que es mi vida hoy, así, sin más. Y también lo es de que sea un agnóstico convencido, pero eso ya es otra historia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario