Un viaje no comienza cuando uno se monta en un avión o cuando sale del garaje de su casa. Empieza cuando un buen día, secándose los pies después de ducharse, o en medio de una conversación, sin venir a cuento, o viendo el programa de Ana Rosa, uno siente un cosquilleo en la barriga ante la idea repentina de querer ir a un lugar en concreto.
Viajar no es desplazarse. Viajar no es moverse. Viajar no es sólo eso. Viajar es sentarse delante de un mapa y planear. Viajar es respirar otro aire, escuchar otro acento, otro idioma. Viajar es ver otra manera de vivir. Viajar es hacer fotos. Viajar es observar. Viajar es recordar. Viajar es saborear, estar cansado y seguir, esperar, querer más, buscar. Viajar es algo infinito. Y no conozco a nadie que haya probado el placer de viajar y no quiera repetir. A mí, personalmente, no me provoca el mínimo rubor admitir que soy un adicto a viajar. Adoro, me encanta viajar. Es un vicio del que no tengo la menor intención de desprenderme pese a que probablemente me lleve a la ruina.
Como para todo en esta vida, para viajar soy bastante ansioso. No me agrada saber que aunque tuviese tres existencias difícilmente llegaría a conocer una milésima parte de este planeta nuestro. Por ello, cuando se me presenta la posibilidad de hacer un viaje, me ansío. El viaje que planeamos Paula y yo por Australia no fue una excepción. Delante de un mapa de Australia, nuestras expectativas más salvajes eran hacer unos 4500 kilómetros en 11 días, realizando una especie de triángulo entre Melbourne, Sydney y Brisbane. Tampoco teníamos nada especialmente planeado, sólo unos cuantos puntos clave que queríamos visitar y una fecha límite para estar de vuelta en Melbourne. No tuvimos demasiados imprevistos durante el viaje, por lo que no me es fácil explicar cómo finalmente acabamos haciendo 2000 kms más de los que teníamos previstos en un principio.
La única contrariedad importante ocurrió el primer día. Teníamos previsto llegar a Sydney, unos 1000 kms, en una jornada de viaje. Salimos de Melbourne con una tormenta considerable que nos acompañó durante unas cuantas horas. Llegado un momento comenzamos a ver señales que ponían “Hume Highway closed-Floods”… mientras íbamos por la Hume Highway. Como uno piensa que eso lo ponen para que los demás se asusten, seguimos avanzando, valientes nosotros. El tráfico se paró en una ciudad llamada Holbrook, a unos 500 kms de Sydney. Ironías del destino, Holbrook, que estaba totalmente inundada, es conocida como la ciudad-submarino porque tienen allí plantado un submarino que utilizan como bar… Como somos gente positiva pensamos que tendríamos que estar un par de horitas allí, esperando a que la cosa se calmase un poco. Horas después el agua no bajaba, llovía de nuevo y nos disponíamos a pasar la que ha sido una de las noches más largas y frías de mi vida, dentro del coche. Al día siguiente pudimos coger un pequeño desvío de unos 250 kms entre pueblos devastados por el agua y llegamos a Sydney.
Supongo que todos esos kilómetros de más se debieron a nuestra ansiedad irrefrenable por conocer y conocer y conocer. Es muy peligroso lo de andar sin un itinerario definido. Y lo es más después de una semana dentro de un coche, cuando uno pierde un poco la noción de la realidad. Por ejemplo, entre el punto A y el punto B hay una distancia de unos 500 kms. A nosotros, en los últimos días de viaje, nos parecía perfectamente normal coger un desvío de 300 kms para ver un Parque Nacional, o unas cascadas, o la réplica de Stonhenge perdida en el medio de la nada en Australia. Porque, ¿cuándo vamos a estar de nuevo por aquí? Peligrosa pregunta ésa.
Y sí, excepción hecha de la inundación, la conducción fue bastante tranquila. Una vez que me acostumbré al dolor en mi codo derecho por ir a buscar la palanca de cambios y encontrarme con la puerta unas 75 veces, a entrar tranquilamente en las rotondas mirando hacia el lado equivocado y salvando la vida de milagro y a poner el limpiaparabrisas cada vez que quería poner el intermitente, no tuvimos mayor problema. Bueno, sí. Sí que tuvimos un problema. Un problema continuo. Debo advertir a quien pretenda conducir por las carreteras australianas que hay un mal generalizado que le hace estar a uno alerta de manera continua. Los animales australianos pueden ser definidos con dos palabras: estúpidos y suicidas. No es de extrañar que los arcenes de las carreteras estén plagados de animales fritos. Delante de nosotros saltaron/corrieron/se sentaron perros, conejos, erizos, ranas, tortugas y canguros. Sobre todo canguros. Por Dios qué animales más lerdos los canguros… Buen reflejo del país del que proceden. A todo animal que se puso en mi camino conseguí evitar excepto a uno. Me llevé por delante un pato. Fue demasiado rápido, estúpido y suicida para mí… No es mal balance en cualquier caso teniendo en cuenta todos los animales que pretendieron utilizar nuestro coche como medio para acabar con sus australes vidas.
Y es que 6500 kilómetros dan para mucho. Hemos conducido por asfalto, por tierra, por agua… hemos visto ciudades y campos. Carreteras de montaña, al borde del océano, autopistas, carriles impracticables... Hemos visto radiotelescopios, aviones de la segunda guerra mundial abandonados, miles de murciélagos volando al mismo tiempo, panorámicas grandiosas. Lagos, ríos, desiertos, cascadas, dunas, selvas, bosques, praderas y playas… Playas y más playas. Hemos visto playas paradisíacas desiertas y playas paradisíacas destruidas por edificios horribles. Hemos visto paisajes tan distintos y tan hermosos que no puedo describirlos. Hemos visto muchos atardeceres y amaneceres, mil luces distintas. Ciudades preciosas, ciudades horribles, pueblos en medio de la nada, lugares de nombres impronunciables. Olor a sal, olor a mar, olor a tierra mojada, olor a asfalto… Kilómetro tras kilómetro hasta los 6500.
Ha sido esta una buena experiencia para completar un poco la imagen que llevo de Australia. País de gente sencilla y vaga. Ni buenos ni malos, sencillos. Gente a la que todo le importa poco. Un poco como los canguros, un poco alelados. Me ha servido para corroborar la idea que tenía que los australianos son una raza de feos, y cuanto más australianos, cuanto más profundo, más feos. Sin duda a los que nacen guapos se los llevan a Hollywood a hacer películas… Me ha servido también para confirmar todas esas apreciaciones que me dio mi padre en su día: la inmensidad que transmite su paisaje, el extraño color de su cielo, el potencial que tiene esta tierra y sí, la limpieza de su aire. Esta gente tiene tanto y tanto de donde sacar… da la impresión de que es un país a medio hacer.
En fin, que después de llevarme por delante viajando 11 días, 6500 kilómetros y un pato tengo un montón de anécdotas, de personajes y situaciones. Recuerdos todos que me permitirán seguir viajando aún mucho tiempo. Compartiré algunos con vosotros, para que viajemos juntos.
¡Un abrazo gente, nos leemos!
Me ha encantado.
ResponderEliminarNi dejes de contarnos cosas del viaje!!!
Titi